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martes, 6 de noviembre de 2012

Muerte en el Museo (PARTE 4)


-¡Nadie lo mueva! Déjenme ver…
Todos habían hecho círculo para ver lo que había pasado, y sólo César y Alejandro se movieron para que Javier pasara. El cuchillo estaba firmemente clavado, cómo si hubiera sido disparado por alguna clase de resorte escondido. Ricardo sudaba del dolor, y gritaba de vez en cuando. Trilce estaba llorando, y Glenda no quería ver.
-Necesito que alguien vaya por algo para desinfectar y gasas, muchas gasas-, dijo el médico.
-Yo puedo traerlas, vamos querida-, dijo Glenda, levantando a Trilce y llevándola a las oficinas.
-¡DUELE MUCHO, CARAJO!-, gritó Ricardo cuando Javier le movió la mano. Luis hizo cara de asco. Alejandro y Carlos encontraron el pistón escondido en una pared. Algo cómo un hilo lo había accionado.
-Perfecto, haremos que ya no te duela…
Y Javier, con semejante fuerza, jaló el cuchillo sin darse cuenta del grito terrible que hizo Ricardo cuando salió por completo, con un chisporroteo de sangre y un crujido de los huesos de la mano. César sacó de su bolsillo un pañuelo y se lo dio a Javier para que envolviera la mano en lo que traían las gasas. Luis tenía cara de asco, eso era seguro. No soportaba mucho la sangre, o al menos ahora se desmentía.
-Tenemos que llevarlo a un hospital, se va a desangrar señor Carrillo-, dijo Carlos, mirando el charco de sangre que llenaba el suelo gota a gota. Ricardo componía muecas, pero aguantaba el dolor con voluntad más ajena que propia.
-Solamente necesito hacer presión, estará bien. Si algo pasa, llamamos a la policía entonces. Por lo de mientras, hay que buscar la siguiente hoja. Pienso que debe ser algo relacionado con la Tierra, con el lugar dónde viven los seres humanos entre los mundos sobrenaturales…
Javier miró a Luis, sabiendo que ambos tenían la respuesta correcta, pero no tenían idea de dónde buscar. Carlos parecía demasiado confundido también.
-Hay muchas referencias, señor Carrillo. El concepto del Tlaltipac está generalizado en todo el mundo azteca, en cada pieza que conozco. “Nos dejaste sin provisión en la tierra, por eso a mí mismo me desgarro”, eso era lo que decía el poema que acaba de encontrar-, dijo César. Las muchachas llegaron con los enseres para curación, además de unas vendas.
Mientras Javier trabajaba en la mano herida, Luis preguntó:
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Los sacrificios no se hacían en honor a la tierra, y menos los de sangre. Sólo se reservaban al sol. Hay una única pieza en el museo que alberga un sacrificio a la tierra. Uno que se hacía con mejores intenciones, y que no obligaba al esclavo a dar su vida con la muerte.
Ricardo soltó un grito estremecedor cuando el agua oxigenada de la gasa tocó la piel dañada, impregnando los músculos. Se le erizó el vello de la nuca, y resoplando, dijo:
-Está… en Bonampak… Es un ritual de sacrificio… sencillo…
-Pero si Bonampak está en Chiapas, no podemos ir allá-, dijo Luis, atónito por una respuesta aparentemente estúpida.
-A decir verdad, no está tan lejos, señor Zaldívar. Estamos en un museo, hay réplicas de algunas cosas que no cabrían completas o que sería imposible traer. Venga conmigo, yo le enseño-, dijo Alejandro, alejándose con el muchacho a pasos apresurados.
-Voy con ustedes-, dijo Carlos, dejando la linterna en manos de César para apuntar mejor al trabajo de Javier.
El médico los vio alejarse hacía la sala Maya. Apretó el último vendaje coloreado de rojo sangre, mientras Ricardo se calmaba, suspirando de vez en cuando. Trilce ayudó al pobre hombre a levantarse para que pudiera olvidarse del inmenso dolor. Nadie dijo nada por un momento.

Bonampak son ruinas de origen maya que se encuentran en Chiapas. Efectivamente no teníamos que ir tan lejos, y la solución de Alejandro fue una luz más poderosa en la oscuridad.
El Museo contaba con jardines traseros y laterales, entre la fachada y una enorme reja de metal retorcido de manera estética que separaba, en parte, al Museo de la Avenida Reforma. En uno de los jardines laterales se encontraban piezas pertenecientes a la cultura maya, cercanas a una salida hecha de cristal, que se abría con la presencia humana.
Encontré, para mi sorpresa, una especie de cabina de piedra, hecha por expertos, de lo que parecía una especie de corredor, con el techo de forma trapezoidal, iluminado por dentro con una fuerza descomunal.

Dentro de la cueva de piedra, había una serie de pinturas que representaban hombres ataviados con plumas y pieles, de perfil, en procesión, dándole la vuelta prácticamente a la parte superior del techo. Más abajo, escenas cotidianas con otros personajes, y una hilera de hombres humildes que sacaban sangre de sus lenguas, orejas y dedos, derramando la sangre en la tierra. Eran muy coloridos, pero así debían de verse las originales.
Sólo Luis abrió la boca en señal de asombro. Las pinturas de Bonampak se veían impresionantes desde el punto de vista del espectador, más aún que en los folletos o en Internet. La luz que las iluminaba era suficiente para hacer saltar sus colores por todas partes.
Y encima de la placa sobre el suelo que indicaba la información de la pieza original, había otro papel. Carlos se acercó, cuidando de no encontrarse con otra sorpresiva trampa mortal. No pasó nada, y salió junto con Alejandro y Luis al umbral del recinto. El guardia desdobló el papel, y leyó, frunciendo el ceño:
-Lo siento, esto es complicado. El náhuatl me hace nudos en la lengua, o qué se yo, pero no puedo leerlo bien. ¿Lo haría por mi?-, dijo Carlos, entregándole el papel a Luis. El muchacho lo miró, y empezó a leer:

An nochipa Tlalticpac:
zan achica ye nican.
37

-No entiendo lo que dice. Al menos sólo lo de Tlaltipac… ¿Alguna idea señor Cienfuegos?-, dijo Luis.
-Lo siento, sólo encuentro piezas, no las descifro yo. La señorita Trilce sabe de estas cosas. De todas maneras, tenemos que regresar…
Y anduvieron el camino de regreso, bordeando bellas flores iluminadas por la luna llena de Día de Muertos.

Cuando los tres hombres se marcharon, y después de un silencio aterrador, Javier hizo un comentario.
-No sé quién mató a Daniel, no tengo demasiadas pistas para saberlo a ciencia cierta. Tal vez sabía que lo iban a matar, y guardó su secreto de esta manera. O tal vez sólo quiso hacer las cosas con el mayor secreto. No vine a investigar un cadáver. Algo quería darme, y tengo que llegar hasta él. ¿Cree poder continuar, señor Flores?
Ricardo palideció cuando movió su mano herida con un reflejo involuntario. Tenía los ojos llorosos, pero resistió.
-Creo que sí. De todas maneras, necesitan llegar a los últimos tres niveles. Voy a ayudarles todavía…
-Muchas gracias. Tendremos que irnos rápido, buscar pronto la pista siguiente, hasta acabar el camino. Esperaremos a Luis y a los demás a que regresen con la siguiente pista. Ahí vienen…
Los otros muchachos regresaron corriendo, con sus pisadas en el suelo, retumbando en las paredes. La sombra de Coatlicue se extendía más y más conforme avanzaba la noche. Y el viento empezaba a soplar más fuerte, cómo una tétrica visión de la muerte tocando a la puerta del museo.
-Lo siento, señor Carrillo. Estábamos tratando de descifrar este misterioso papel. No entiendo muy bien el náhuatl…-, dijo Alejandro, jadeando para recuperar el aliento. Javier miró a Luis y asintió en señal de aprobación cuando le entregaron el poema. Lo desdobló con sus enormes manos, y leyó, con rostro de extrañeza.
-No sé que quiere decir. Señorita Trilce, ¿nos haría el favor?
La muchacha asintió, acomodándose el cabello largo y ondulado detrás de los hombros. Se acercó para leer con más claridad el papel. Asintió y empezó a leer lentamente:
-“No para siempre en la Tierra: sólo un poco aquí”. Habla de que la vida nunca es para siempre, y sólo duramos un poco menos que lo eterno. ¿Será otro poema de Nezahualcóyotl?-, dijo la muchacha.
-Sí. “Lo Pregunto”, así se llama el poema. Habla de la duración de las cosas, que todo es pasajero, y ni siquiera lo más bello dura para siempre. Es una especie de filosofía diferente a la occidental, e incluso a la oriental. No hay línea de vida y muerte, y tampoco se reencarna. Simplemente deja de ser-, dijo Luis, antes de que César lo interrumpiera.
-Hasta aquí hay mucho pensamiento confuso. Necesitamos una nueva pista para movernos. Luis dice que hay tres niveles místicos. ¿En qué orden van?-, preguntó Javier.
-Primer el inframundo, a dónde iban a parar la mayoría de los muertos. Luego el mundo de Tláloc, dónde iban los ahogados y los niños muertos. Y al final el cielo de Huitzilopochtli, dónde iban los guerreros muertos en combate y las mujeres que morían a dar a luz-, aclaró César, enumerando con sus enormes dedos los niveles.
-Sí, eso es impresionante. Pero no nos dice nada acerca de las pistas que siguen. S es verdad que vamos buscando símbolos de la lotería mexicana, ¿qué más podemos relacionar? Al menos que no nos estén diciendo algo…-, dijo Alejandro, mirando con ceño de culpa a Carlos, que trataba de esconder el rostro en la penumbra.
-¿Qué no han dicho?-, dijo Glenda, que no entendía nada de lo que pasaba. A su lado, Ricardo sólo escuchaba, aguantando los gritos.
-Qué Carlos sabe demasiado acerca de las pistas, y supongo, sólo supongo, que el señor Carrillo y el señor Zaldívar le están ayudando a esconder sus secretos. ¿Qué tramas? ¡Enano insufrible!-, atacó César, pero antes de que se abalanzara a Carlos, Luis se interpuso, mostrando el papel con los números, que había sacado del bolsillo.
-¡Esto es lo que les escondemos! Encontré este papel, y sabía que Daniel me quería llevar a una pista tras otra, y lo he estado haciendo desde el principio. Carlos se sabe las cartas que siguen…
-¿Entonces por qué no dijeron nada?-, objetó Trilce.
-Por que sería arriesgado con el asesino a nuestras espaldas. Nos forzaría a seguir buscando, matando a los presentes, o con peores métodos. Pero ahora que nos faltan tres números, estamos más cerca de descubrir el misterio, y quién lo hizo. Tengo mis razones y conjeturas. ¿Qué número sigue Luis?-, dijo Javier, tratando de detener a César, que volvía a sacudirse para atacar a Carlos.
-Es el 35. Tenemos que darnos prisa para encontrar todas las pistas y salir de aquí con el asesino. ¿Carlos…?
El guardia se acercó, alejándose un poco de César, que lo miraba con odio y ansias de matarlo.
-El 35 es La Estrella. No sé que pieza del museo tiene que ver con las estrellas o el cielo, no le veo forma…
-Está claro ahora, señores. La estrella es el símbolo de Lucifer, del diablo de la carta 2. Las pistas van al revés. Pero no hay sentido, no veo en ninguna pieza del museo esa relación, cómo dice Carlos. ¿Qué opinas Ricardo?-, dijo Carlos, dando la vuelta para ver a su colega, sentado en el suelo.
-Tengo una idea. Pero no sé, puede que me equivoque. Está en el vestíbulo de visitantes…
Un sonido retumbó desde el fondo de las escaleras que iban hacía la sala de Etnografía. Era cómo si alguien hubiera dejado caer algo al suelo. Todos saltaron, y guardaron silencio. A Javier se le erizó el vello de la nuca, y empezó a buscar en la oscuridad. No había más que sombras estáticas y frío, mucho frío.
-¿Qué fue eso?-, susurró César, poniéndose en guardia, buscando frenético hacía las escaleras.
-Hay alguien con nosotros aquí dentro. No estamos solos-, contestó Javier.
-Pero eso es imposible. Sólo pudo haberse metido por uno de los ductos de aire. Voy a revisar, ¿me acompaña señor Colín?-, dijo Carlos, enfocando su linterna hacía las escaleras. El hombre asintió, y caminaron hacía las penumbras.
-Muy bien, señor Cienfuegos, quédese aquí con Trilce y Glenda. Ricardo, necesitamos su ayuda para encontrar la siguiente pista. Vamos, no hay tiempo que perder.
Ricardo asintió, levantándose con dificultad. Javier caminó hacía la sala Maya, y Luis cuidaba de Ricardo hasta atrás de la fila…

No teníamos ni idea de lo que nos encontraríamos a continuación. El sonido de algo cayendo desde el piso de arriba me indicaba que había alguien con nosotros, pero también que el asesino pudiera no haber sido alguien de los presentes. Estábamos buscando culpables sin ninguna razón.
Supuestamente, el camino de pistas o migajas que estábamos siguiendo era un mapa hacía el códice, aunque por ayuda de Carlos, sabíamos dónde estaba, y cómo abrirlo también. Pero al final, había alguien también buscando lo que nosotros ya sabíamos.
El problema era saber quién de los dos sería más rápido en encontrarlo…

Carlos y César subieron toda la escalera, y dieron vuelta a la izquierda, a la entrada de la sala de Etnografía.
Había maniquís en la penumbra, ataviados como huicholes, coras, mazahuas, e infinidad de etnias de México, junto a una representación de sus objetos cotidianos y costumbres. Ollas de barro, cestas de junco, telares, platos y vasos artesanales, incluso juguetes, adornaban cada segmento de la sala, y enseñaban a los visitantes de las diferentes culturas en el país.
Pero ahora parecía que el calor y la humanidad de la sala se hubiesen esfumado. Se escuchaban los pasos de una persona escondida entre la penumbra. La linterna temblaba, por que Carlos tenía miedo. César era una sombra más en ese lugar, vigilando por si se acercaba alguien.
Entonces, la sombra del intruso pasó corriendo al final del pasillo de las Etnias del Norte. Carlos se hizo hacía atrás, soltando la linterna al suelo, que retumbó cómo una bomba casera en el silencio. Chocó con el vientre de César, y no tuvo tiempo para disculparse.
-Hay alguien ahí delante. Será mejor que vayas por allá, y yo derecho, así lo acorralamos. Vamos…
Las instrucciones susurradas de César hicieron que Carlos se pusiera más nervioso. Tomó de nuevo la linterna, y se puso a caminar hacía el pasillo de a lado. Las Etnias del Bajío parecían más oscuras de lo normal, y los pasos del misterioso visitante se escuchaban más y más cerca. Caminó lentamente hacía adelante, con la luz de la linterna temblando, hasta que se detuvo en el rostro inexpresivo de uno de los maniquís. Quiso gritar, pero no pudo, por que se tranquilizó.
Alguna pieza del pasillo se quebró, antes de escucharse unos pasos detrás de Carlos, que volteó, pero no vio a nadie. Había una pequeña cacerola de barro aplastada y hecha trizas en el suelo. Fue cuando la lámpara dejó de alumbrar.
-Maldita cochinada de mierda, prende…-, decía el guardia, pegándole a la linterna para que alumbrara. Detrás de él, alguien se acercaba, sigilosamente, y sin que se diera cuenta.
La lámpara tronó y se encendió, para alivio y alegría de Carlos, que soltó una sonrisita en el silencio de la noche. Volteó para seguir caminando, y esta vez, la luz apuntó a un rostro real, lleno de furia, con un enorme comal de metal entre las manos. Lo levantó, y golpeó en la cabeza de Carlos tan fuerte, que la sangre salió de su sien izquierda, salpicando el suelo y algunas piezas de museo.
El guardia cayó desmayado, sangrando, mientras el aire se colaba de una ventila abierta en el techo…

***


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