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domingo, 15 de febrero de 2015

Alorgasmia: Cuento 3, Capítulo 4 (+18)



3.4

Después de dar varias vueltas por las calles del centro, Melinda detuvo el auto en uno de los callejones más alejados del parque central, un hermoso lugar donde las familias paseaban y los niños jugaban sin peligro alguno.
Esperó hasta que fueran las 7, hora en la que Miguel cerraba la tienda para ir a su departamento, justo arriba del establecimiento. Salió de su auto diez minutos después antes de lo previsto, y caminó apresuradamente hasta la tienda. En la puerta estaba Miguel, a punto de cerrar la puerta de cristal con llave y bajar después la cortina de metal. La vio acercarse y le sonrió, pero al mirar a los ojos a Melinda, el hombre comprendió que algo no iba muy bien.
-Melinda, ¿sucede algo?
-Déjame entrar.
Miguel le dio paso, y ella entró apresuradamente a la tienda, la cual tenía aún las luces encendidas, y parecía el interior de un enorme refrigerador. Melinda se recargó contra el mostrador, y suspiró como si estuviera mareada.
-¿Qué pasó? ¿Todo está bien con Marco?
-No, nada está bien en esa casa. Llegué después de hacer las compras, y ahí estaba, esa niña… Ni siquiera tenemos hijos, por el amor de Dios.
El tendero no entendía nada de nada. Ver de repente a una mujer afectada por algo que ni siquiera podía comprender no era bueno. Tal vez a la pobre le estaba fallando la sesera. Estaba loca…
-No tienes qué preocuparte. Puedes pasar la noche aquí si lo deseas-, dijo Miguel, casi sin pensarlo. Ella le miró, con aquellos ojos enloquecidos y la cabeza flotando en otro lugar. De repente, Miguel se le antojó demasiado guapo, grande y fuerte, tanto como…
-Quiero que me cojas, maricón-, le espetó ella, medio enojada, medio ardiendo de placer.
Ni siquiera esperaron: él apagó las luces como pudo, mientras ella le hacía la felación más espectacular de su vida. Sentía como si el alma se le escapara, pero no podía dejar que la gente que pasara por afuera de la tienda viera todo. Ella se levantó, y aunque él había dejado los pantalones a medio pasillo, ambos lograron llegar hasta las escaleras que conducían al dormitorio. Sin embargo, el deseo fue tan fuerte que Melinda fue la que hizo el esfuerzo de introducir el enorme pene de Miguel dentro de su vulva. Éste soltó un gemido de placer tan fuerte que las paredes del pasillo retumbaron.
Ella subía y bajaba de nuevo, como aquella vez con Marco, y de nuevo, Miguel no era quién decía ser: el rostro del guapísimo Thomas Abernathy aparecía en su cuerpo, como si su alma poseyera más allá de sus actos y desenfrenados deseos. Ella gemía tan deliciosamente, que la saliva le escurría de las comisuras de la boca, gritando:
-¡Más fuerte, Thomas! ¡Hazme sentir una puta…!
Miguel ni siquiera se inmutó. Sea como sea, aunque le pusiera el nombre más ridículo, estaba bien que Melinda estuviera ahí, haciendo eso y tratando de tomar todo el control. La tomó de la cintura, y empujó aún más su miembro dentro de ella, hasta que explotó en un orgasmo sin igual. Ella se desplomó hacía delante, haciendo que sus pechos, que se le habían salido de la blusa, chocaran contra el rostro de Miguel. Cerró los ojos, pero aún seguía viendo estrellas.

No supo cómo, pero Melinda salió de la tienda, con el rostro mejorado y la mirada más feliz del mundo. Ni siquiera volteó la mirada para ver el rostro de Miguel observándola. Volvería a casa, a enfrentar su realidad, sea cual fuera.
Manejó tranquilamente, mientras las estrellas empezaban a brillar en el cielo nocturno. La media luna alumbraba los campos de maíz que la escoltaban a cada lado del auto, y después de unos metros, vio su casa. La luz de la puerta estaba encendida, y dentro, se veía la luz de la cocina. Tal vez Marco estaba esperándola, o tal vez no. Si estaba con aquella niña, tendría que hacer algo para convencerse de que aquello era una vil mentira.
Estacionó el auto, y bajó, tan casual como siempre lo había hecho. Abrió la puerta de la casa, y después de encaminó hacia la cocina. Ahí estaba Marco, guisando algo en el sartén. Olía a tocino y salchichas, con tomate asado.
-Hola preciosa. ¿Cómo te fue?
Melinda no se inmutó ante la pregunta de su esposo. Se acercó a él, y le dio el acostumbrado beso de saludo. Cálido, en la boca.
-Bien. Fui con Miguel, pero no encontré lo que buscaba. ¿Y la niña?
Esta vez, el que estaba confundido parecía ser Marco.
-¿Cuál niña?
-Oh, nada, olvídalo. Estaba pensando en otra persona, supongo.
Marco le sonrió, y empezó a servir la cena en la vajilla de porcelana. Ambos se sentaron a comer, uno frente al otro. Comían y bebían, sin decirse nada, al menos por unos momentos.
-Por cierto, quería pedirte una disculpa, por lo que pasó la noche pasada. Sé que no fue tu intención mencionar a Thomas mientras hacíamos el amor. Es normal que tengas fantasías con gente famosa, en serio. Y quisiera recompensarte, acabando de cenar. Bueno, si es que tienes ganas.
Melinda le miró por encima del vaso, mientras bebía de su jugo de mandarinas. Dejó el vaso en la mesa y tomó otro bocado de salchichas con tomate.
-Claro, me gustaría mucho amor. ¿O sea que tienes una sorpresa para mí? Te escuchas muy misterioso.
Su esposo soltó una carcajada, y ella se contagió de aquella felicidad.
-Sí, claro que es eso. Vamos, hay que cenar y ya verás de lo que se trata.

Después de comer, ella lavó los trastes, mientras él ponía todos los ingredientes en su lugar. Los dos terminaron y subieron las escaleras hasta la recámara. Ella se puso frente a la puerta, mientras él le abría la puerta.
-Cierra los ojos, no se vale ver hasta que yo te diga-, le dijo Marco, casi susurrándole al oído. Ella sonrió y apretó bien los párpados. No podía ver más que algunas sombras rojas y una intensa luz naranja después, señal de que la puerta de la recámara estaba abierta.
Melinda dio dos pasos, y percibió al instante el aroma de las rosas. Quería abrir los ojos, sólo para echar un vistazo rápido, pero tampoco quería echarle a perder la sorpresa a Marco.
-Muy bien, a la cuenta de tres… Una, dos…
-Sorpresa…
El tres nunca llegó. En su lugar, Melinda había escuchando la misma voz varonil y dulce que la había hipnotizado aquella noche. Abrió los ojos, y su vista se deleitó con la imagen más extraña que jamás hubiese visto. La recámara entera parecía un enorme cuarto totalmente blanco, con una preciosa cama de sábanas grises aterciopeladas. Alrededor de ella y de casi todo el recinto había cientos, tal vez miles, de rosas de color negro, una especie de flor que en realidad es de un rojo muy oscuro. Varias de ellas ni siquiera se encontraban en jarrones, sino que parecían nacer del mismo suelo, enterradas en la madera como una especie de extrañas enredaderas verdes de espinas rojas muy afiladas. Los tallos, gruesos y firmes, parecían respirar.
Sentado en la cama, mirándola directamente, estaba Thomas Abernathy, totalmente desnudo, y con la enorme polla erecta.
-¿Te gusta la sorpresa?
Melinda estaba asustada. Buscó a Marco, pero no estaba ahí. Había desaparecido, y la puerta de la recámara también estaba sin salida. La única ventana no tenía seguros ni nada, y sólo mostraba la noche, con viento que movía las plantas y las ramas.
-Déjame en paz.
-Vamos, querida Melinda. Tú querías que estuviera contigo, y creo que merezco hacer el amor contigo una vez más. ¿Recuerdas la vez pasada? Estuviste increíble, gemías como una maldita cabra en celo, admítelo.
La sonrisa cautivadora de Thomas se transformó en un instante en una mueca desquiciada, como si hubiese sido una especie de guiño que desapareció al instante. El hombre se levantó y caminó hasta ella. Se acercó a uno de los jarrones de rosas, y tomó una de ellas, la más frondosa, y con las espinas más afiladas. La sangre le brotaba de los dedos, y le salpicaba el vello del pecho y el vello púbico. Melinda no pudo resistirse, y cuando sintió la mano de Thomas tocándole las nalgas y acercándola hacía él, se sintió feliz, como nunca antes.
-Tú sabes bien el nombre de esta rosa, lo sabes bien-, le dijo Thomas, mientras jugueteaba con sus labios sobre los de la mujer, quién soltó un pequeño gemido de placer.
-M…Melinda, ¿no?
Thomas la besó, tan fuerte que hacía daño, y tan dulce que la hacía enloquecer.
-No.

Mientras hacían el amor, y mientras Thomas la embestía como un toro sin control ni cuidado, mientras ella sentía sus entrañas partirse en dos, Melinda recordó el nombre de la rosa, un nombre que venía más allá de las estrellas.

Magus.

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