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martes, 20 de diciembre de 2016

Las cosas que no se dicen (Las cosas que se dicen): PARTE 3

Arturo se preparó para ir a la gala, mientras la gente enviada por los Masones llevaba la comida terminada hasta el salón donde sería la cena. Su amigo le había deseado suerte y se había marchado, porque estaba ocupado con un concurso propio y necesitaba tiempo para pensar qué iba a hacer.
El chico pelirrojo se bañó, se vistió con su ropa más elegante, y se peinó recogiendo su largo cabello detrás de la nuca. Todo estaba perfecto, excepto algo…
Durante el camino hacía el salón, Arturo sentía algo extraño, una especie de presentimiento. No creía en cosas así, sin embargo, sentía una ansiedad terrible, como si algo faltara. Repasó mentalmente las cosas que había preparado para la cena, pero ninguna parecía tener falta o estar mal. Tal vez sólo eran los nervios por presentar su comida ante un selecto grupo de hombres bastante importantes. Tal vez eso era…
Sus manos frías siguieron así hasta que el taxi llegó hasta el lugar del evento, donde ya se escuchaba la música y la gente iba entrando, con su ropa de gala, saludándose y sonriendo. Hombres con lustrosos trajes, mandiles blancos en la cintura y guantes, y sus esposas, de hermosos vestidos de noche, de colores tan variados como el arcoíris.
El arcoíris, dijo para sí Arturo, como absorto en sus pensamientos. Daba igual, aún estaba bastante nervioso. Le pagó al taxista y se encaminó hasta la entrada del salón. Ahí, en la puerta, estaba su anfitrión, un hombre de edad media, con una enorme barriga y cabello canoso, exhibiendo una sonrisa apacible cuando todos sus invitados pasaban por la puerta. Pero al ver a Arturo acercarse, se emocionó más de la cuenta.
-¡Maravilloso muchacho, maravilloso! ¿Cómo te trata la vida?-, dijo el hombre, acercándose al muchacho y saludándolo con bastante fuerza.
-Bien, gracias, señor. ¿Llegó bien la comida?-, dijo Arturo, sonriendo discretamente.
-Claro que sí. La gente del salón ya está lista para servirla en cuanto los invitados se hayan instalado. Quiero que me acompañes…
Los dos entraron en el recinto, donde ya muchos de los invitados iban ocupando sus lugares en mesas redondas bastante amplias, con manteles inmaculados de color blanco y sillas adornadas con listones. El hombre iba presentando a Arturo con sus amigos más cercanos, presumiendo de sus dotes culinarias y bromeando un poco. Arturo sólo podía sonrojarse y seguir sonriendo.
Llegaron hasta la mesa principal, que estaba un poco más arriba que las demás, al fondo del salón, cubierta con un mantel de color negro y detalles en rojo. No había mucha gente ahí.
-Aún estamos esperando al Gran Maestre de la Logia, espero no tarde…
-¿No usted era el Gran Maestre?-, preguntó Arturo, algo confundido. Siempre había pensado que aquel hombre, de facciones amistosas y poco convencionales para un Masón era el manda más.
-No, claro que no… En realidad soy su segundo, su mano derecha por decirlo así. Me tocó la organización de este evento, y la verdad parece que todo ha salido a pedir de boca. ¡Ah, claro, un detalle!-, dijo el hombre, algo sorprendido. Arturo lo notó, pero no preguntó nada. –Lo siento, tendré que dejarte un momento por aquí. Instálate en tu mesa, la silla tiene tu nombre, tengo que ir a arreglar algunas cosas pendientes-.
El hombre sonrió, y caminó directamente hasta la cocina, dónde seguramente estarían guardando la comida que Arturo había preparado. Él se encaminó hasta las mesas de un rincón cercano a la mesa principal, y lo instalaron en su sitio, con otras personas que él no conocía.
Pasados unos minutos, Arturo notó que había jaleo en la entrada del salón. Alguien muy importante estaba entrando. Era el Gran Maestre, un hombre delgado, bastante alto, con rostro severo, enmarcado con un gran bigote. Llevaba el traje negro más impecable que el muchacho jamás hubiese visto, y unos guantes que casi llegaban al codo, con un mandil aún más adornado que el de sus cofrades de la Logia. Todos los miembros se acercaron, discretamente, para saludar a su Maestro, y este les devolvía el saludo con aquel rostro impasible y la mirada siempre fija en el rostro de quien le hablaba, dedicándoles a veces unas palabras que Arturo no alcanzaba a distinguir.
Distinguió a uno de los invitados acercarse al Gran Maestre y señalar la mesa donde Arturo se encontraba. El hombre alto caminó hasta la mesa y el muchacho no hizo más que levantarse y ofrecerle la mano en señal de respeto.
-¿Usted fue quién hizo la cena para esta noche? El hermano de la otra mesa me lo acaba de contar.
Arturo se sonrojó.
-Pues sí… La verdad no fue gran cosa. Usted juzgará cuando pruebe lo que he hecho…
Ambos soltaron una risa discreta.
-Me parece perfecto. Sabrá de nosotros en el futuro, señor…
-Llámeme Arturo.
Se despidieron de nuevo con un saludo cordial, mientras el Gran Maestre se dirigía a la mesa principal.
Otra vez el presentimiento raro, y esta vez porque el anfitrión de la fiesta no había aparecido después de ir a la cocina. Su superior ya estaba ahí, ya se estaba instalando, y en cualquier momento la cena empezaría. Se levantó de la mesa, esquivando a la gente que ya ocupaba de nuevo sus lugares.
Llegó hasta la puerta de la cocina, y empujó la puerta doble. Dentro había un jaleo, de meseros que estaban destinando todo para servir la cena en cualquier momento. Su anfitrión estaba al fondo del recinto, en una de las mesas de aluminio de espaldas a todos los demás. Estaba haciendo algo, pero no distinguía qué. Se acercó con cautela, y tocándole el hombro, aquel sujeto se asustó, soltando el frasco que tenía en las manos.
El pequeño frasquito de vidrio cayó al suelo sin romperse y sin vaciar su contenido. Arturo lo distinguió desde arriba por la etiqueta que tenía alrededor: veneno para ratas.

Tres pequeñas doncellas llevaron a John Wayne y Sinner’s Prayer dentro de la torre negra, caminando a través de un hermoso vestíbulo, donde ya se preparaban los adornos y el trono, un enorme recinto con dos asientos, donde ocuparían sus lugares una vez listos para la Gran Demostración.
Pasaron delante de varias puertas hasta llegar a una, de color blanco inmaculado, donde había un enorme cuarto de baño. Los desnudaron como pudieron y los hicieron meterse a una tina de agua tibia, con burbujas y aromas indescriptibles. John Wayne se veía aún mejor con su cabello mojado y limpio, y miraba de reojo a Sinner’s Prayer, quién se frotaba el cuerpo con una esponja. Su cabello volvía a ser negro, y los colores de aquella gorra se habían despintado.
Ambos se sentaron en el fondo de la tina, disfrutando un rato de las burbujas y del agua. Se daban besos suaves, y se acariciaban mutuamente el cabello.
-¿Estás nervioso?-, preguntó Sinner’s Prayer, mientras sus dedos acariciaban el pecho peludo y desnudo de su compañero. El otro muchacho levantó los hombros, sonriendo de forma descarada.
-No lo sé. Tal vez sí, pero ya no sé lo que siento. Contigo no me siento asustado ni triste, mucho menos nervioso. Sólo que… no tengo ningún poder que demostrar.
John Wayne dejó de sonreír cuando su compañero le sonrió. Pensó que se burlaba de él.
-No tienes que forzar nada. Tu poder saldrá solo. No tienes que ponerte nervioso tampoco. Estaré cerca en todo momento…
Ambos se besaron, justo antes que las doncellas entraran de nuevo para ayudarlos a prepararse, soltando pequeñas carcajadas entre ellas. John Wayne se sonrojó tanto que Sinner’s Prayer soltó una carcajada bastante sonora.
En el vestíbulo ya todo estaba listo para cuando empezó a anochecer: una suntuosa cena, hecha de los animales más grandes que el pueblo poseía, y adornos de colores que lucían hermosos sobre el fondo negro de aquel lugar. Había gente del pueblo apoyando en lo que podían, a pesar de su escaso tamaño, se las ingeniaban para mantener todo tan hermoso, porque sus dioses se lo merecían. El Rey también ayudaba, y su Vigilante personal solamente observaba, con aquellos ojos tétricos bien abiertos y sus ramas moviéndose entre la superficie lisa del brillante suelo.
Cuando acabaron, el lugar olía a comida recién hecha, a flores y a tierra húmeda, a hojas secas. Los pocos que se quedaron atendieron los últimos detalles, y los demás se reunieron con los habitantes de la ciudad para celebrar afuera, con una fiesta tan grande y divertida que se escuchaban cantos y alegres carcajadas.
Fue cuando la música de la orquesta real empezó a tocar una fanfarria, todos se pusieron atentos, y las enormes puertas de la torre negra se abrieron para que la gente contemplara. Desde la puerta al fondo del vestíbulo salió una corte real, con pequeños niños vestidos de flores, alegres, que iban al frente entonando una canción, repitiendo una y otra vez la misma frase con dulce voz:
-Vivi la vivon vi volas, ĝis Morto kaptos vin (Vive la vida que quieres, hasta que la Muerte te lleve).
Detrás de ellos salieron los dos ya vestidos: John Wayne llevaba un conjunto que combinaba con su cabello, algo entre amarillo y rojo, una túnica que arrastraba por detrás de su cuerpo. Su cabello estaba suelto, cayendo por detrás de los hombros, y en su cabeza relucía una hermosa corona de tréboles de cuatro hojas.
Sinner’s Prayer iba completamente distinto a cómo su compañero lo vio en el desierto. Pantalón negro y una camisa blanca, descalzo, con unos tirantes sosteniendo su pantalón por encima de sus hombros. Sobre su cabeza y detrás de su espalda llevaba una piel de un animal que John Wayne ya había identificado como un panda, con los ojos muertos mirando hacia arriba, cubriendo su cabello.
Mientras caminaban, ambos se miraron y sonrieron, aunque John Wayne fue el único en sonrojarse. Sinner’s Prayer soltó una carcajada discreta, mientras todos los habitantes de la ciudad aplaudían y gritaban, cantando con algarabía el coro de la Vida y la Muerte. Los dos muchachos se tomaron de la mano, caminando hacia el centro del vestíbulo, donde se levantaban los dos tronos, uno dándole la espalda al otro. Ninguno era más alto que el otro, y estaban tallados del mismo material que el suelo, aunque parecían que ambos habían salido directamente de abajo.
Los dos ocuparon sus lugares, sonriendo a todos los presentes alrededor del trono, mientras la canción seguía su monótono tono. El Rey se acercó a John Wayne y se inclinó, y lo mismo hizo con Sinner’s Prayer, sonriendo y mostrando su mejor vestuario, una túnica púrpura con una corona de oro bastante elaborada.
-Fratoj, hodiaŭ la Dioj honori nin per sia ĉeesto denove. Lia potenco estos kondukanta la ekvilibro ni bezonas. Antaŭe ĝuis la festeno, kiun ni preparis en lia honoro ho Granda Diaĵoj!, montri ilian potencon, kaj miru niajn okulojn per sia forto. (Hermanos, hoy los Dioses nos honran de nuevo con su presencia. Su poder nos traerá el equilibrio que tanto necesitamos. Antes de disfrutar del banquete que hemos preparado en su honor ¡oh, Grandes Deidades!, muestren su poder, y maravillen nuestros ojos con su fuerza.)
La voz del Rey transmitía felicidad y esperanza, y después de su corto discurso, todos guardaron silencio. Hasta la música calló. El único en levantarse fue Sinner’s Prayer, mientras detrás de él, sin ver, John Wayne mantenía su tranquilidad, esperando su turno, aunque no sabía bien lo que iba a hacer. Por su cabeza pasaba sólo una posibilidad, y era que tal vez la gente de la ciudad se cansara de esperar su demostración, o que al ver que no tenía ningún tipo de poder, lo echaran de ahí, o algo peor. Tal vez lo ejecutarían…
-Mi faros ĝin unue, ĉar la potenco de John Wayne ankoraŭ ne plene maldorma. Ĝi estas en via koro, sed bezonas impulson, salto de fido. Kontempli... (Lo haré primero yo, porque el poder de John Wayne aún no despierta del todo. Está en su corazón, pero necesita un impulso, un salto de fe. Contemplen…)
Concentrándose, Sinner’s Prayer levantó sus brazos despacio, mientras las cosas que estaban alrededor suyo y de la gente de la ciudad empezaban a levantarse, primero unos cuantos centímetros, luego hasta un metro, dando giros, subiendo y bajando, moviéndose a través del vestíbulo. John Wayne estaba sorprendido, boquiabierto, porque hasta algunos de los habitantes de la ciudad empezaron a flotar, alegres, soltando carcajadas de felicidad, cual niños.
-¿Pero qué haces?-, exclamó algo alarmado el pelirrojo. Pero su compañero no se detuvo. Era la demostración de su poder, algo tan impresionante que ni John Wayne hubiese detenido.
-Es la cumbre de nuestra naturaleza, es lo que somos, lo que tú llevas dentro. Ya lo encontrarás, podrás sentirlo de un momento a otro.
John Wayne se levantó de su asiento, y dándole la vuelta al trono, se encontró a su amigo, que le daba la espalda, mientras manipulaba el ambiente con el poder de su mente.
-¿Qué clase de poder tengo? Ni siquiera he sentido nada nunca, y no sé de dónde vengo.
Sinner’s Prayer ni siquiera se volteó.
-Te ayudaré a encontrar tu fuerza, ese punto de no retorno de tu mente donde podrás ser un Dios…
-¿Y cómo lo harás?
Esta vez, el otro muchacho volteó, dibujando en su rostro una expresión de tristeza.
-Perdóname, John Wayne…

Jacobo se estaba cambiando. Y el hombre que lo había violado también. Aunque el hombre jamás lo hubiese llamado “violar”, como es debido. Su enorme pene solamente hacía demasiado daño cuando uno no estaba preparado para recibirlo. Pero Jacobo, fiel a sus pensamientos, lo había llamado “violación”. Era necesario.
-¿Estás nervioso?-, dijo el hombre, cuando notó que las manos de Jacobo temblaban al abrocharse el pantalón. Era obvio que sí, pero el muchacho trató de disimular.
-Un poco. Va a ser una noche especial, eso es lo que creo…
El hombre se levantó de la cama y le puso ambas manos en los hombros. El muchacho se sintió nervioso, y su piel se estremeció.
-Tiene que ser así. Se ve que eres talentoso, pero tú tienes que creerlo. Yo tengo que irme, lamentablemente mi esposa me espera y no sabe ni siquiera dónde estoy.
Jacobo se armó de valor. Sintió el calor en la garganta, el ánimo de abrir la boca.
-Hablando de eso… Tu esposa confirmó su asistencia a la presentación. Es raro que tú no puedas ir…
El hombre se quedó congelado, mientras Jacobo se volteaba para hacerle frente.
-Tomé su número de tu celular un día sin que te dieras cuenta. Hice el esfuerzo de invitarla sin que te dijera nada, como una sorpresa.
-¿Por qué hiciste eso? Se supone que seríamos lo más discretos posible-, dijo el hombre, con una voz fría, mientras su piel palidecía. Estaba muerto de miedo.
Jacobo tragó saliva.
-Porque ustedes me dan asco. Piensan que pueden sobrepasarse con cualquiera, y que su secreto va a quedar enterrado para siempre. Alguien tiene que inspirarlos a que salgan de su mentira. Es justo que acepten lo que en realidad son…
El hombre estalló y Jacobo saltó de la impresión.
-¡Estás idiota, eso es lo que pasa! ¿Sabes lo que pasa si mi esposa me descubre? Tengo una reputación que proteger, un trabajo que mantener. ¡Me quedaría sin nada!
-¡Esa es la peor mentira que ha salido de sus malditas bocas todos estos años! ¿No pueden aceptar que les gustan los hombres? No perderían absolutamente nada, el mundo ya no es como antes…
El hombre levantó una mano, y con un rápido movimiento, le soltó una bofetada a Jacobo, quien cayó al suelo, golpeándose en las costillas con la esquina de la cama.
-Maldito maricón...
Jacobo empezó a reírse, mientras el otro se daba la vuelta para terminarse de cambiar y largarse de ahí.
-Tú también lo eres. Eres un maldito puto, y te gusta…
-No sabes lo que me gusta. ¿Qué ganarás invitando a mi esposa a tu presentación?
Jacobo se levantó, y de su chamarra sacó su teléfono celular. Le mostró fotos al hombre que él también conocía: fotos de traseros, de pechos desnudos, de penes.
-Invité a nuestros amigos más íntimos, con los que te gustaba hacer tríos, ¿ya no te acuerdas? Todos ellos van a ir a la presentación de un libro que no existe, donde todos ustedes van a quedar expuestos cómo lo que son.
El hombre compuso una cara de furia, mientras veía pasar una a una las fotos. Amigos íntimos, hombres de su misma edad, con vidas similares a la de él, con esposas, hijos, trabajos ejemplares, una vida correcta ante la sociedad que los veía como hombres de bien. Todos ellos invitados a un engaño.
-No te saldrás con la tuya, no lo harás…-, dijo el hombre, acercándose peligrosamente a Jacobo. Este retrocedió poco a poco.
-¿Y qué piensas hacer?
-Hacerte callar si es necesario.
Jacobo metió discretamente la mano en el otro bolsillo de la chamarra, dónde encontró lo que escondía, el instrumento final de su venganza.
-Te meterían a la cárcel, te harían pasar un tormento peor que el que más a hacer pasar a mí. Yo he querido morir muchas veces, y esto es lo de menos. Pero tú perderías todo. Tú esposa, tu trabajo, tu reputación. ¡Me das asco…!
El hombre se lanzó contra Jacobo, y cerró sus enormes manos contra su cuello, haciéndolo chocar contra la pared. El muchacho tenía miedo, y se estaba poniendo rojo.
-¡No voy a dejar que destruyas mi vida, estúpido mocoso de mierda…!
Jacobo sacó del bolsillo un desarmador, con punta de cruz, y con un movimiento desesperado, lo clavó en el cuello de su amante, quién no alcanzó a gritar. El dolor era insoportable, y la sangre empezaba a manar de la herida, salpicando el rostro de Jacobo, su ropa, y el suelo.
-¡Suéltame, cabrón! ¡Suéltame!
Con otro movimiento, Jacobo dejó salir el desarmador, y lo clavó en el pecho, una y otra vez. Las manos del hombre se soltaron de su cuello, y dejaron marcas en la piel del muchacho, mientras su cuerpo caía hacía atrás, golpeándose la cabeza contra la esquina de la cama.
Jacobo se quedó ahí pasmado, mientras observaba el cuerpo de su amante, tumbado en el piso, con las piernas arqueadas y sus manos en los costados, salpicado de sangre y aún con el miembro de fuera. Ahora, en la mente del muchacho, pasaban varias cosas. Aquello había sido en defensa personal. El hombre que yacía en el piso había abusado de él, y Jacobo se había defendido, con lo único que había encontrado, y que casualmente estaba en su chamarra, para protegerse. Porque sabía que ese hombre quería abusar de él. Porque estaba seguro de que le haría daño, aunque en realidad, Jacobo lo había planeado todo así. Provocación, daño, y luego la muerte.
En especial con la muerte, no había más tiempo que perder…

El poder estalló, una furia incontrolable que hizo que mesas, comida, adornos y cuerpos humanos fueran lanzados contra la pared. Algunos murieron al instante, estrellados como bolsas de carne y sangre contra los muros negros de aquella torre, mientras otros, fracturados o inconscientes, caían al suelo, quejándose y gritando de dolor. Aquellos que aún no habían sido alcanzados por el poder de Sinner’s Prayer fueron golpeados por los objetos que salían despedidos a su alrededor. El Rey y su Vigilante personal salieron aprisa, junto a varias personas que se internaban en el pueblo para refugiarse de la furia de su Dios.
-¡Qué diablos estás haciendo!-, exclamó John Wayne, al verse sacudido por la furia de un poder inconmensurable, mientras su corona de tréboles caía al suelo, y su cabello flotaba tras su espalda.
-Ellos no merecen seguir aquí, mientras yo lo permita, John Wayne. Te traje hasta este lugar para que, juntos, les demostremos de lo que somos capaces. Somos dioses entre pulgas, microbios que no saben defenderse.
-¿Pero por qué ellos? No nos hicieron nada, y creyeron en nosotros…
Sinner’s Prayer, a pesar de toda la furia, estaba llorando. Sabía que aquello estaba mal, pero era un mal necesario. Las paredes del lugar empezaron a crujir, y por fuera, las piedras de la torre negra caían encima de la gente, sobre las casas, en las calles de aquel pequeño pueblo.
-Siempre han sido dos los que se sientan en este trono. Uno creador, y el otro destructor. Cuando nacía alguien, yo me apersonaba para ensamblar su cuerpo, darle vida y forma a sus sentimientos y darle el aliento de la existencia misma. Cuando un anciano estaba listo, el otro iba por su aliento, a regresarme lo que yo le había dado hace años. Pero hace tiempo, aquel que se sentaba detrás de mi desapareció, se fue sin más, y mi cabeza enloqueció, vi colores demasiado brillantes, y no pude más. Antes de irse, me indicó lo que debía hacer. “Debes ir al desierto, y ahí me encontrarás de nuevo…”
John Wayne retrocedió, asustado. Un recuerdo cruzó su mente, la memoria estallaba en colores incomprensibles, y sin embargo, ahí estaban: un destello de una vida pasada, el recuerdo del amor de aquel muchacho que había enloquecido.
-Yo… yo recuerdo algo…
Sinner’s Prayer sonrió, mientras la mitad de la torre caía hacía un costado, aplastando a varios niños y destrozando casas que explotaban con un terrible sonido.
-Antes tenías otro cuerpo, antes de encontrarte confundido en el desierto, casi muerto. Ahora, por tu bien, recuerda tu poder. Yo soy la Creatividad, la vida, pero tú eres la Depresión, el poder de la muerte y la destrucción. Ya me cansé de crear, de ver que van a morir, de que todo lo que creamos se quede a la mitad, sin alcanzar la inmortalidad. Ahora es necesario destruir, antes de que todo vuelva a ser nuevo, que todo sea salvo. Y tú, vaquero, tienes que demostrar tu poder…
John Wayne estaba asustado. Sus manos temblaban y, aunque trataba de moverse, su temor lo dejaba ahí, atrapado y atenazado.
-No tengo poder. Y si lo tuviera, no sería para hacer esto. Lo que estás haciendo es una locura, tu mente no está bien… No tengo poder.
Sinner’s Prayer sonrió, enojado, furioso, pero feliz. Sentía algo, como si la piel se le erizara, y sintió algo en su estómago. Esas nauseas, el ansia…
-Muy bien. Voy a ayudarte a sacar tu poder…
El suelo de la torre empezó a moverse, como si fueran ondas sobre el agua, desprendiendo polvo y pedazos de piedra negra. John Wayne perdió el equilibrio, y trataba de levantarse, pero las piedras le hacían daño, y no dejaban que se pusiera de pie.
-¡Déjame en paz, por favor!-, gritó John Wayne, entre gritos de dolor y lágrimas.
-¡Saca tu poder, o morirás! Defiéndete de la vida, de lo doloroso que puede ser el trayecto hasta la muerte. Créeme, vas a sufrir demasiado si no te defiendes ahora. ¡Enfrenta tus miedos, tu ignorancia, y saca tu maldito poder!
Lo que quedaba de la torre se desmoronó por fin, y la otra mitad del pueblo fue aplastada por las piedras. Una enorme roca se dirigía hacía John Wayne, y Sinner’s Prayer sonrió. Si no se apartaba, el muchacho moriría aplastado, y aún así el otro se quedó quieto, con miedo mirando como la enorme piedra negra caía directamente hacía él.
Fue un solo instante, cuando John Wayne ya no sintió su cuerpo, y su mente viajó a una velocidad excepcional. La piedra cayó con un sonido aterrador, destrozando la mitad del trono. Sinner’s Prayer abrió los ojos sorprendido. Su compañero ya no estaba. Había desaparecido, cómo si el mismo espacio se lo hubiese tragado.
-¿Dónde estás? No te escondas. Sal, quiero ver de lo que eres capaz.
Fue cuando el muchacho de la piel de panda sintió el calor de un fuego abrasador a sus espaldas.

(FINAL)

Las cosas que no se dicen (Las cosas que se dicen): PARTE 2

Habían aminorado la marcha, porque los Vigilantes que ahí se encontraban estaban más tupidos, unos más cerca de otros, como un bosque de ojos y sonrisas siempre pendientes. Aunque algunos estaban secos, otros daban señales de un verde precioso, casi del color de la esmeralda. Olía a fresco, a pasto y a madreselva. El olor seco de la arena caliente había quedado atrás, y ahora los pies descalzos de los muchachos pisaban tierra húmeda, algo fría.
Sin soltarse de las manos, John Wayne y Sinner’s Prayer caminaban entre las sombras de los Vigilantes, quienes no se movían más que para verlos, y sonreír, soltando a veces discretas carcajadas y murmullos con sus compañeros. Algunos se desenterraban para buscar un nuevo lugar de reposo, y volvían a clavar sus enormes ramas y raíces en la suave tierra.
-Quiero descansar-, dijo John Wayne, quién tenía los pies adoloridos, y se sentía algo fatigado.
-Bien.
Ambos se sentaron a la sombra de un Vigilante, quién como no podía ver por debajo de sus ramas, se conformó con mirar al cielo, y dejar que sus hermanos le pasaran recuerdos de lo que veían a través de sus raíces interconectadas.
-¿Y qué te parece este lugar?-, preguntó Sinner’s Prayer, mirando a su compañero de reojo, y fingiendo que cerraba los ojos para disfrutar de la sombra. El pelirrojo no contestó al instante. Se recostó en el suelo, sintiendo el frío tacto de la tierra en su piel, a través de la ropa sucia, y en su cabello.
-Nunca había estado en otro similar. No puedo decirte como me siento aquí, porque es algo nuevo.
-Las indecisiones de la raza humana. Siempre tratando de compensar la inseguridad que tienen de sus mundos. ¿Te sientes mejor ahora?
-Tal vez-, dijo John Wayne, encogiéndose de hombros. –Podría quedarme aquí y probar suerte, ver que puedo sacar de todo esto, ¿no?
Sinner’s Prayer se recostó al lado de su compañero, y lo tomó de la blanca y suave mano. Este no dijo nada.
-Me alegra haberte encontrado en aquel lugar. Quién sabe qué hubiese pasado. Seguramente los planes se hubiesen venido abajo. Necesitaba el coraje de un muchacho como tú, y lo encontré por buena suerte.
John Wayne abrió los ojos y miró a su compañero, extrañado.
-No siento valor. Esto me aterra, porque no sé lo que va a pasar después. Ni siquiera siento que merezca estar aquí, caminando contigo a quién sabe dónde…
Sinner’s Prayer le apretó más fuerte la mano a su compañero, y John Wayne no pudo más que sonrojarse. A pesar de calor que tuvo que haber pasado en aquel paraje, su piel aún podía mostrar señales de pena, con sus mejillas rosadas y sus ojos entornados frente a los de su amigo.
-Si vamos juntos, si caminamos así como lo hemos hecho hasta ahora, llegaremos bien, y te prometo que allá te mostraré el poder
Sinner’s Prayer había dicho aquello en un susurro, como si fuese algo que debía guardar, y que ahora se le había salido sin querer.
-¿Poder?
El muchacho de la gorra asintió. John Wayne quería saber más, pero pensaba que tal vez su compañero no le diría nada.
-Un poder inimaginable. No puedo decirte lo que es hasta que hayamos llegado, porque ellos no nos van a admitir hasta haberlo demostrado. Somos dioses entre vulgares hombres y mujeres, que no te quepa duda…
Estaban más cerca, tanto que Sinner’s Prayer pudo oler el aliento dulce de John Wayne, un olor a miel combinado con leche.
-Yo… yo no tengo ningún poder…-, expresó John Wayne con preocupación, tratando de guardarse para sí la pena.
Sinner’s Prayer se acercó más, sólo un poco más…
-Lo tienes, y lo vas a ver por ti mismo…
Ambos se acercaron, y sus labios se encontraron. Fue un beso suave, con sabor a miel y amargura, piel caliente y fría, suave y áspera. Y los ojos cerrados que sólo te invitan a soñar, a imaginar lo que el otro piensa, mientras sus labios se mueven, se conocen. Un beso, con las manos entrelazadas, y a la sombra de criaturas que sólo se limitaban a sonreír, y a mirar aquella pequeña eternidad entre las eternidades.

Un delicioso sabor a miel con especias le inundó la boca, cuando Arturo probó la salsa para marinar la carne de la cena. Su amigo, que sabía un poco más de sabores que él, le estaba ayudando, algo apartado en la cocina del departamento. Se escuchaba el golpeteo incesante del cuchillo sobre la tabla, y algunas cosas que ya hervían o se cocían en la estufa, llenando de agradables y exóticos aromas el aire que los rodeaba.
-¿Y a quienes les estamos cocinando?-, dijo su amigo, mientras Arturo revolvía bien el contenido de una enorme olla que borboteaba, con un aroma salado y picante.
-Bueno, es una pequeña comunidad de masones independientes aquí en la ciudad. Se dejan regir por las reglas del rito mundialmente aceptado, pero tienen sus propias costumbres y tradiciones. Son como una familia…
-Ya veo. ¿Y por qué a nosotros? Digo, si se puede saber…
Arturo sonrió.
-Conocí a uno de los hijos de la comunidad en circunstancias poco comunes. Le conté a lo que me dedicaba, y fue con su papá a contarle de nuestras fantásticas dotes culinarias. No son muchas personas, lo cual es bueno, pero necesito que sea una verdadera sensación de sabores, algo más complicado. Podría acceder a ellos de una manera más interesante…
Su amigo solamente asintió, sonriendo, mientras cortaba algunas acelgas para la sopa.
Después de unas dos horas, la comida ya estaba a medio terminar. Arturo llamó a su contacto, para, si era posible, ir llevando la comida ya preparada al centro donde sería la fiesta. Aunque faltaba un poco para terminar, no era demasiado comparado con lo que ya se había preparado, así que ambos amigos se sentaron en el comedor, con una taza de delicioso té de yerbabuena entre las manos.
-Ya sé que no te gusta hablar del tema, pero… ¿Cuándo vas a afianzarte? Ya sabes, a establecerte con alguien.
Arturo escuchaba a su amigo mientras tomaba un trago de té, y pasaba a través de su garganta el cálido sabor y suave sabor de la yerbabuena.
-No tengo prisa. Sabes bien que nuestro trabajo es a veces más importante, y he decidido buscar mi propio beneficio antes del de otra persona. Me pertenezco más de lo que otra persona podría serlo para mí, ¿entiendes?
Su amigo asintió, bebiendo de su taza.
-Aún así, búscate un free, alguien que no le importe que no le quieras. Hay muchos que aceptarían una relación así, y pues…
-Ya veremos, no tengas prisa. Este compromiso me tiene más ocupado que antes, y eso que llevaba planeando todo desde hace un mes. Vamos a acabar…

A la sombra de los Vigilantes, que miraban ya sin tanta atención, John Wayne yacía desnudo boca arriba en la tierra. Su cuerpo velludo estaba lleno de tierra y sudor, y a su lado, dormía Sinner’s Prayer, también desnudo, un tanto apartado, con una de sus manos sobre el pecho de su compañero.
Lo recordaba todo, a pesar de haber dormido tanto. Aquel beso, luego las caricias, y la ropa… John Wayne tenía miedo de sentir algo por aquel muchacho, y aún así lo expresaba con la mirada, y Sinner’s Prayer lo había notado: en sus profundos ojos negros, algo había notado, pero no le decía…
El otro muchacho se despertó. Aunque se había quitado la gorra, en su cabello aún había trazos de colores, que hacían que su cabello brillara como si se viera a través de un hermoso vidrio. Miró a John Wayne directamente a los ojos, y sonrió perversamente.
-Lo que pasó aquí no tiene nadie que saberlo. Los dioses no pueden hacer esto. El amor entre nosotros no está mal visto (o más bien, cariño), pero el contacto carnal no puede existir. Los Vigilantes nos vieron, pero no dirán nada. Ellos no toman partido en los asuntos de los hombres.
John Wayne se incorporó y vio el cuerpo de su compañero: piel blanca, flácido, algo gordito. Eso lo ponía en un dilema, porque no solo le gustaba su mente: también le gustaba su cuerpo.
-Pero ni siquiera soy un dios, no sé por qué insistes con eso…
Sinner’s Prayer se levantó por completo, sin pena, para buscar su ropa.
-Que no te hayas dado cuenta aún no significa que no lo seas. Lo que los ojos no pueden ver, el alma lo sospecha. Tienes que vestirte, tenemos que llegar a nuestro destino antes de que se oculte el sol.
Ambos empezaron a vestirse y después de un rato, siguieron caminando, tomados de la mano, como si sus vidas dependieran de eso.
-Quiero descubrir lo que llevo dentro, Sinner’s Prayer, pero… Siento que es algo peligroso. Ni siquiera sé de dónde vengo y…
-Eso no es lo importante, vaquero. De dónde vienes y lo que eras ya no es importante. Tu pasado está muerto, aunque eso te cueste creerlo. Y si te da miedo ver lo que depara el futuro, no lograrás sacar nada de lo que quiero. Necesito tu fuerza para… Ya verás, no quiero arruinarte la sorpresa.
Siguieron caminando, un poco más despacio por que los Vigilantes se espesaban más mientras caminaban, y eso les hacía ir agachados, cuidando que las ramas caprichosas de aquellos gigantes no les picaran los ojos o los rasguñaran.
De repente, entre todo el ajetreo de hojas y los pasos débiles que ellos daban en la tierra, escucharon algo. John Wayne sabía que aquellos ruidos, algo lejanos entre la espesura del bosque, sólo podían pertenecer a unas voces, tal vez de niños o de mujeres, porque se escuchaban muy alegres y bastante agudas.
Antes de que el pelirrojo pudiese gritar, Sinner’s Prayer se adelantó para taparle la boca.
-No sabemos quiénes son. Hay cosas aquí que podrían engañarte sólo para comerte…
-Pero podríamos estar cerca…-, dijo John Wayne, en un susurro. Ahora tenía miedo.
-Ya veremos… Sigue caminando, y no hagas ruido.
Ahora ambos caminaban despacio, vigilando en todas direcciones. Cuando algo crujía, se detenían, y hasta no estar seguros, seguían avanzando. John Wayne le apretaba un poco más la mano a su compañero, y éste no decía nada. También estaba asustado, aunque era más fácil acostumbrarse al miedo.
Sinner’s Prayer notó que el bosque ya no estaba tan espeso, y que una brisa ligera soplaba frente a ellos, un viento frío y fresco. Y más allá…
-¡Otra vez voces!-, exclamó John Wayne, aunque se dio cuenta de su error demasiado tarde.
Ambos escucharon pasos que provenían de afuera del bosque, y se sintieron aterrados, esperando el final…

La presentación del libro era aquella noche, y aún así, Jacobo se dio todavía un tiempo para verse con aquel enorme hombre del hotel. Esta vez, se vieron en su casa, porque así lo quiso Jacobo: quería que viera algo.
Tardó un poco en llegar, envuelto en su traje de ejecutivo bien planchado y lavado por su esposa. No tardaría en quitárselo, para darle lo que tanto venían a buscar ellos.
-¿Tan caliente estabas como para sacarme de la oficina?-, dijo aquel hombre, mirando a su presa desde donde estaba escondido: bajo las colchas de la cama.
-No te equivoques: tú viniste. Yo sólo te lo sugerí…
Jacobo ya estaba desnudo bajo todas las cobijas, y sólo tuvo que esperar a que su compañero de alcoba se quitara todo, y revelara cuán ansioso estaba por hacerle cosas perversas a su cuerpo.
Y sí: otra vez se quedaría viendo al techo, mientras su hombre le hacía todo, mientras en su silencio, en lo más recóndito de su cabeza, el miedo atenazaba sus miembros, lo dejaba frío, tieso, a la espera del dolor.
Ese dolor que viene cuando entran, cuando lo penetran, un dolor abominable y sucio. Espera, le decía una voz en su cabeza, la voz de su conciencia, de Aquel que se había ido para no volver. Espera a que acabe, a que sacie su sed, a que eyacule. Luego podrás comenzar, el plan exige pasos, pasos lentos entre un bosque donde no debe hacerse ruido. O si no, las fieras despertarán…
Jacobo se sintió más cómodo, se puso dispuesto, y dejó que el dolor se convirtiera en placer, un placer que hacía daño. El primer paso de un plan que le cambiaría la vida para siempre.

Fue más un reflejo que un acto tonto. Fue más el hecho de que la persona a la que empezaba a querer estaba en peligro, lo que hizo que John Wayne se atravesara y se pusiera enfrente de Sinner’s Prayer, como tratando de protegerlo de las pisadas que ya se encontraban cerca. El muchacho del gorro multicolor sólo alcanzó a poner sus manos en los hombros de aquel protector ocasional.
-Yo… yo te protegeré-, dijo John Wayne, un tanto asustado, pero firme, inmóvil.
-No tienes que hacerlo, yo no tengo miedo, es algo que no debería temer. Mira…
Pero John Wayne cerró los ojos, esperando el inminente golpe que, tal vez, acabaría con sus vidas.
El golpe no llegó, y los pasos se detuvieron muy cerca de ellos. El muchacho pelirrojo abrió poco a poco los ojos, y Sinner’s Prayer incluso se asomó por encima de su hombro para ver lo que estaba pasando.
Frente a ellos había gente. Eran adultos, una versión adulta de una especie que jamás creció, porque les llegaban a la cintura, y se podrían confundir con niños. Pero en realidad eran adultos, versiones más pequeñas, más frágiles, de piel morena y cabello oscuro, que se movían ágilmente y con total libertad. Iban vestidos con ropa muy ligera, hecha tal vez de alguna fibra vegetal, e iban descalzos. Miraban con felicidad a los dos muchachos, quienes se relajaron y decidieron mirar con curiosidad a tan peculiares personajes.
-¿Qué son?
Sinner’s Prayer se puso al lado de John Wayne, y trató de contestar a su pregunta:
-Preferirían que preguntaras quiénes son. Son personas a final de cuentas. No sabemos quiénes vinieron primero, si ellos o nosotros. O incluso si ellos son de tamaño normal o son más pequeños que nosotros. Lo que sí sé es que creen que tú y yo somos sus dioses perdidos, que somos los que los vamos a salvar cuando vengan desgracias, o a complacer en sus mejores momentos.
Los pequeños humanos se acercaron a los dos amigos, quienes volvieron a agarrarse de la mano, y se dejaban explorar. Aquellas personas les tocaban la ropa, los examinaban e incluso cuchicheaban para dar sus opiniones. Uno de ellos empezó a hablar.
-Laŭdis esti, grandaj sinjoroj, kiuj venis por savi la tempo kaj liaj hororoj!-, dijo el hombrecillo.
John Wayne estaba confundido.
-¿Qué?
Sinner’s Prayer soltó una risita ligera.
-Alabados sean, grandes señores, que han venido a salvarnos del Tiempo y sus horrores. Es un idioma viejo, perdido ya en las piedras y el polvo, pero que ellos aún usan constantemente. Permíteme…
Sinner’s Prayer se soltó de la mano suave de su compañero, y se agachó a la altura del hombre que había declamado aquello.
-Ilia pledoj estis aŭditaj, sed ni venis elĉerpita kaj bezonas ripozon. Povus porti nin al sia vilaĝo? (Sus súplicas han sido escuchadas, pero venimos agotados y necesitamos descansar. ¿Podrían llevarnos a su aldea?)
Tal vez fuese una especie de magia de aquel lugar, pero John Wayne empezaba a entender poco a poco lo que querían decir en aquella lengua. O tal vez, en algún momento de aquel pasado que no podía recordar, también había conocido ese lenguaje.
-Jes, venu kun ni, ni jam havas ĉiu preta por vi. Sorto pretigis regi niajn terojn, sinjoroj kaj mastroj. (Sí, sí, vengan con nosotros, que ya tenemos listo todo para ustedes. El destino los ha preparado para gobernar en nuestras tierras, amos y señores.)-, dijo el pequeño hombre, jalando a Sinner’s Prayer del dedo, mientras los otros dirigían a John Wayne hacía la salida de aquel bosque, donde los Vigilantes miraban ansiosos lo que pasaba.
Todo aquel curioso grupo caminó hacia el borde del bosque, y cuando la luz del sol volvió a iluminar el camino, ya estaban en una enorme pradera, con Vigilantes desperdigados por aquí y por allá, y con varias casitas humildes que tenían un tamaño modesto. Otras personas ya estaban ahí, ocupándose de sus asuntos diarios, como arar sus parcelas, o cuidar de sus animales, muchos de ellos igual de pequeños que los dueños.
Cuando pasaron por entre las casas de aquel pueblo pintoresco, muchos de los pobladores empezaron a alegrarse, brincando y entonando alabanzas a los Dioses que habían llegado a sus tierras para permanecer ahí y protegerlos siempre. Los niños dejaron de jugar con una pelota, y danzaron felices alrededor de los grandes señores, aunque ellos apenas les llegaban a la rodilla.
-Esto es fantástico-, dijo John Wayne, mirando a su compañero, quién se reía y se alegraba con las voces de los niños, que también cantaban canciones alegres de dicha y de amor.
-Son sólo personas que viven sus vidas a costa de la nuestra. Harían lo que fuera que les pidiéramos, y morirían por nosotros si así se diera el caso. No te pido que los entiendas, porque ni yo los entiendo aún, y llevo más tiempo entre ellos que tú. ¡Sólo déjate llevar!
Siguieron caminando, hasta que las casas se hicieron más grandes, y divisaron el centro de una ciudad, tan elaborada y magnífica, aunque fuera de un tamaño mucho menos. La única excepción se encontraba al centro: una enorme torre negra, de una piedra que brillaba intensamente al sol, hecha especialmente para gente del tamaño de alguien como John Wayne, que miraba boquiabierto aquel enorme monolito, una estructura que dominaba a todas las demás.
La gente salía de sus casas y negocios, y celebraban la llegada de sus señores, ofreciéndoles todo lo que tenían: telas maravillosas de colores inimaginables, comida y bebida que olía bastante bien, productos para embellecer la piel y cuidar del cabello, animales vivos tan exóticos, con muchas alas y varias patas, y hasta abrazos y besos de los que eran más osados, y no temían al poder de estos grandes seres.
John Wayne advirtió que el enorme edificio negro era para ellos, era un palacio para los dioses, hecho a la medida de gente tan grande. En la entrada ya estaba alguien esperándolos. Se trataba de otro hombre pequeño, ataviado de una forma tal que todos los demás palidecían con razón. Llevaba una llamativa túnica amarilla, y sus pies calzaban unas botas rojas bastante coloridas. Sobre la cabeza, como para representar su poder, llevaba una elaborada corona de hojas. A su lado, estaba un Vigilante, con una sonrisa aún más amplia y aterradora, pero que llevaba entre sus adornos algunas flores, parecidas a rosas, y dentro de sus ramas varios frutos que brillaban, y se retorcían.
La comitiva se detuvo, y los pequeños hombres y mujeres de la ciudad se arrodillaron frente al rey del lugar. Sin embargo, el rey también se postró frente a Sinner’s Prayer y John Wayne, como en señal de respeto. El único que no se movió fue el Vigilante, siempre observando, con ojos orgullosos.
-Él es el Rey Compasión, un noble y justo monarca en esta ciudad perdida entre el bosque. Y su Vigilante, Etz Chaim, el Árbol de la Vida. Sus frutos sólo puede comerlos quien esté preparado para vivir por siempre…
Etz Chaim se acercó, moviendo sus ramas.
-Frutos que usted no podrá probar, señor. Ni su amigo, por lo que veo. El mundo aún no está listo para eso…
El Rey Compasión se levantó, y abriendo los brazos, exclamó al pueblo:
-Niaj dioj kaj alporti al ni pacon! Lasu niajn korojn inunditaj kun feliĉo partio. Prepari ĉion por bongustan manĝaĵon kaj trinkaĵon, pli malgrandajn kaj pli bonaj ŝtofoj. Ni preparos niajn sinjoroj por la granda spektaklo. (¡Nuestros Dioses han venido y nos traen la paz! Dejemos que nuestros corazones se inunden con la felicidad de la fiesta. Preparen todo para una deliciosa comida y bebida, sus mejores rebaños y sus más finas telas. Prepararemos a nuestros señores para la Gran Demostración.)
Todo el mundo saltó y gritó de alegría, y empezaron a preparar todo para una fiesta espectacular. Sinner’s Prayer sonreía animado por la revelación, y John Wayne, en sus adentros, trataba de entender lo que iba a pasar.
-¿Gran Demostración?-, preguntó algo confundido.
-Sí: tendremos que demostrar que somos Dioses, tendrás que sacar tu poder escondido. Confía en mí-, dijo Sinner’s Prayer, algo ausente por la felicidad que sentía.
John Wayne pasó saliva, porque eso ya no lo hacía sentir tan feliz después de todo.

(PARTE 3)

Las cosas que no se dicen (Las cosas que se dicen): PARTE 1

-Levántate-, dijo una voz etérea más allá de su cabeza.
Estaba acostado, solo y abandonado, en un páramo seco, yermo y plagado de arena, con plantas secas y ásperas. Su mejilla ardía, y su cabello estaba seco, tieso. Le dolía todo.
-Vamos, levántate…
El muchacho se levantaba. Su largo cabello pelirrojo caía por el hombro y sus ojos tardaron en acostumbrarse a la luz de aquel lugar. Ahí, frente a él, estaba parado alguien, otro muchacho. Sólo podía distinguir su silueta.
-¿Quién eres?-, dijo, tartamudeando. Sentía hambre y sed, cansancio y dolor.
-Tú conciencia. Pero primero dime una cosa…
El pelirrojo sintió que le daban la mano, una mano suave y fría. Miró al rostro de aquel que le hablaba.
-¿Quién eres tú?
El otro le sonrió al pelirrojo.
-¿Quién eres tú, mejor dicho?

-Levántate-, dijo la voz electrónica a su lado.
El muchacho pelirrojo estaba acostado en su cama, con el lado más caliente de la almohada bajo su mejilla. Se sintió asustado por un momento, pero luego recordó. La alarma de su celular.
Tenía algo importante que hacer, pero no recodaba qué. Dormir durante tanto tiempo causaba muchas veces problemas con su memoria. Pero ese sueño que había tenido… En fin, cosas que no valían la pena recordar.
Se levantó y medio recogió su largo cabello en un moño poco elaborado. Su barba estaba despeinada, como si se tratara de un matorral. Trató de peinarla como pudo, mientras el reflejo en el espejo le devolvía una mirada cansada, y un tanto confundida.
-¿Qué tiempo hará hoy?-, dijo el muchacho en voz alta a su celular. Este podía interpretar la voz del usuario cuando le daban órdenes.
-Frío la mayor parte de la mañana, con tendencia de lluvias en la tarde.
-¿Y los pendientes?
El aparato tardó un momento en responder.
-Preparar la cena para la gala de los Masones. La cena será a las 9:45 esta noche…
Y mientras el aparato seguía con su cantaleta, Arturo sólo pudo exclamar:
-¡Verga, la cena!

El pelirrojo y el otro muchacho llevaban caminando cinco minutos por aquel paraje sin que el ambiente cambiara. El pelirrojo vio a su compañero: era un muchacho un poco más grande que él, en tamaño y edad. Tenía una silueta poco definida: de no haber escuchado su voz, hubiese dicho que era una chica. Se contoneaba, y su ropa era bastante ligera. Llevaba sobre su cabeza un gorro de lana (muy incómodo para aquel lugar desértico), de varios colores que parecían moverse.
-¿En qué piensas?-, dijo el muchachillo al pelirrojo, observándose con una sonrisa que parecía más bien perturbadora.
-Pendientes que debo terminar.
El muchachito se detuvo, y empezó a mirar alrededor de ambos. El pelirrojo también miró, pero su visión no le dejaba ninguna esperanza.
-Date cuenta dónde estamos. ¿Qué pendientes podría tener alguien como tú aquí? Ni siquiera sabes quién eres ni tampoco de dónde has venido. No debes tener esperanza alguna de saberlo pronto.
El muchachito hablaba con razón: ni siquiera sabía qué estaba pasando. Solamente había despertado ahí, abandonado a su suerte por qué sabe que horribles razones.
-Tengo un nombre-, dijo el pelirrojo.
El muchachito sonrió aún más.
-¿Ah sí? Entonces dímelo…
El pelirrojo dudó un poco lo que iba a decir. Era obvio que estaba mintiendo, pero no se le había ocurrido otro nombre.
-John Wayne…
Su compañero no sólo sonrió, sino que también soltó una sonora carcajada.
-¡Vaya que sí! ¡John Wayne, el vaquero más valiente del Oeste! Muy bien señor Wayne, camine…
Los dos reanudaron la caminata a través de aquel paraje yermo. John Wayne sólo pudo recogerse el cabello en una coleta. Aún así, el poco viento que de repente soplaba le alborotaba su burdo trabajo.
-¿A dónde vamos?
El muchachito tardó en responder.
-Eso lo sabrás cuando lleguemos, John Wayne.
El pelirrojo volvió a abrir la boca. La sentía seca.
-¿Cómo te llamas?
El otro sólo alcanzó a contestar:
-Sinner’s Prayer…

Jacobo miraba hacía el techo con aquellos ojos de café descafeinado. No buscaba una respuesta en el cielo, ni siquiera formas divertidas en las manchas que adornaban la superficie carcomida. Miraba al techo porque el enorme sujeto que estaba encima de él no le dejaba ver hacía otra parte. Y mientras el otro embestía, Jacobo fingía disfrutarlo. Era el quinto hombre al que se entregaba en la misma semana.
Siempre era en hoteles: nada en casas particulares. Así guardaba la discreción de aquellos que, en su gran mayoría casados, disfrutaban del amor de otro de los suyos. Pero usualmente Jacobo no hacía nada: solamente se quedaba quieto, recibiendo los enormes miembros de sus amantes masculinos. La semana anterior habían sido dos al mismo tiempo, una cosa dolorosa para no especificar más.
Esta vez era un hombre casado, un grandote con panza y algo calvo, buen amante por todo lo demás, pero bastante inseguro. Jacobo le había rogado, casi aprovechándose de la calentura de aquel hombre, y sin embargo, este le había dicho que despacio, “porque mi esposa puede enterarse y…” Habladurías solamente. El instinto animal hacía que aquellos hombres engañaran a sus esposas, les mintieran a sus hijos, y descuidaran un poco más sus trabajos. Pero quienes se engañaban, mentían y se descuidaban eran ellos mismos…
El muchacho lo sabía: ellos no eran sinceros con ellos mismos. Jacobo tampoco.
Ni siquiera lo sintió: el hombretón encima de él se vino dentro, y el semen escurría hacia las sábanas. A pesar de todo, Jacobo fue rápido. Abrazó a su amante, y le dio la vuelta para que quedara de espaldas contra la cama.
-¿A qué se debe tanta energía?-, preguntó el hombre.
Jacobo lo miró desde arriba, mientras con una mano se masturbaba. El semen salió a chorros, y le cayó en la cara a su amante.
-No sé, me siento creativo, creo-, decía el muchacho, jadeando, disfrutando, y odiando…

Siguieron caminando, hasta que una sombra se dibujó bajo el inclemente sol de la tarde. John Wayne se detuvo al ver aquella larga figura negra dibujándose en el suelo. El muchacho del gorro de colores observó atento la figura que tenían delante.
Era un enorme árbol, o al menos eso parecía. Parecía un pino seco, pero se trataba más bien de una persona, con enormes ramas por brazos y raíces profundas que semejaban pies. Su cabeza miraba hacía ellos, una cabeza normal, con dos ojos negros bastante oscuros y expresivos, y una sonrisa larga, llena de dientes amarillos. Solamente miraba con curiosidad a aquellos dos viajeros.
-¿Qué es eso?-, preguntó John Wayne. Sinner’s Prayer no dijo nada inmediatamente. Se acercó y rodeó al árbol. Este le seguía con la mirada, pero no podía seguirlo por todas partes. Parece que su mirada se limitaba sólo hacía el frente y los lados, como las personas normales.
-Se llaman Vigilantes. Este está seco, casi marchito. Si aún se mueve, es porque nos sigue observando…
John Wayne reflexionó un momento, olvidándose durante un momento del asunto de aquel árbol.
-¿Qué clase de nombre es Sinner’s Prayer?
Sinner’s Prayer miró divertido a su compañero.
-El mismo que John Wayne, supongo. También me dicen Panda: ¿ves las manchas alrededor de mis ojos? Por eso. La verdad es que mi nombre es más complicado. Traducido significa “creatividad”.
John Wayne le miró, y una idea le llegó a la cabeza. Aquel idioma del que Sinner’s Prayer hablaba, él también lo sabía, aunque no sabía cómo…
-Entonces mi nombre se traduce cómo…
-Así es, John Wayne. “Depresión…”
El árbol movió sus ramas, desenterrándolas del suelo, levantando polvo y arena. Miró a los dos viajeros.
-¿Están perdidos?-, dijo con una voz más etérea, lisa, robótica.
-No. Vamos al lugar que prometí llegar desde el principio. Sólo que John Wayne se niega a cooperar con sus recuerdos. Es ese de ahí…
El Vigilante miró a John Wayne, cuando Sinner’s Prayer lo señaló. Este se puso nervioso, con aquella sonrisa y esos ojos negros siempre observando.
-John Wayne… Un nombre que no se escucha mucho por aquí. Casi todos tienen nombres estúpidos como “Bondad Herida” o “Trauma”. Bienvenido a este paraje, John Wayne.
El árbol se agitaba, buscando un nuevo pedazo de tierra donde guardar sus ramas y raíces. Parecía que caminaba entre la tierra, levantando polvo cada que sus extremidades salían y entraban. Sinner’s Prayer jaló de la mano a John Wayne, y ambos lo iban siguiendo, dando pasos lentos.
-¿Y a dónde vas tú?-, preguntó John Wayne, tartamudeando un poco. Jamás había visto a una criatura similar, y eso le causaba una fuerte y aterradora primera impresión.
-Los que son como yo caminamos siempre a lugares más frescos. Cruzamos las tierras muertas hasta donde empezamos a oler la sangre fresca de la clorofila en nuestros hermanos más afortunados. Pero algunos como yo ya no podemos seguir más lejos…
El Vigilante se detuvo, volviendo a afianzar sus ramas en lo más profundo de la arena, quedando algo más encorvado que antes. Se veía viejo y cansado, a pesar de aquella sonrisa de madera amarillenta, maliciosa.
-Tu muerte se acerca, compañero viajero…-, dijo Sinner’s Prayer, solemne y un tanto pernicioso.
-Sólo un paso más hacia la eternidad, joven. Su amigo y usted merecen llegar a donde yo tenía planeado establecerme. Sigan las huellas…
El enorme árbol señaló hacía el suelo, donde enormes agujeros de ramas y raíces se dibujaban, con los bordes a punto de desaparecer por acción de la brisa que soplaba en aquel lugar.
-Vámonos, por favor…
La voz de John Wayne lo decía todo: tenía miedo. Sinner’s Prayer le echó una última mirada de consuelo al Vigilante, quién no dejaba de sonreír, y ambos siguieron aquel sendero de huellas.

Arturo se dio prisa a salir de su casa. Barba y cabello bien arreglado, y su gabardina tan elegante como siempre. Una ligera llovizna caía cuando salió del edificio donde vivía. Excelente, pensó el muchacho. Y no porque no le gustara, al contrario: la sensación suave de la lluvia sobre su blanca piel le causó una erección bastante bien disimulada.
Caminó un poco más apresurado hasta donde salía el transporte. No iba tan lejos, y el autobús lo dejaría en la entrada del centro comercial. Ya tenía la lista: distintas variedades de hongos y setas, hierbas de olor, algunas verduras, y carnes: algunos de los mejores cortes sólo para un grupo tan selecto como el de los Masones. Cincuenta personas solamente, pero aún así, el problema no era ese. La comida estaría lista para la noche, sí, porque tendría ayuda para hacerla.
Muchas veces el problema de la gente era el paladar. No todos estaban acostumbrados a ciertos sabores, y los de Arturo eran demasiado exquisitos, con sabores que nadie más se atrevería a probar habiéndose acostumbrado a los clásicos. Entre curry y guasave, paprika, tomillo y hasta chile fantasma de la India, Arturo no tenía porque conformarse con tan poco y tan sencillo.
Buscando entre los anaqueles del centro comercial, específicamente un frasco de aceitunas negras, se tropezó sin querer con uno de los dependientes de la tienda de autoservicio. El dependiente se dio la vuelta, y Arturo pudo ver a un hombre de mediana edad, algo calvo, con una sonrisa espantosa, y ojos que parecían vigilar siempre.
-¡Disculpe!-, dijo el dependiente con voz alta, bastante alarmado pero tratando de guardar la calma con su sonrisa, lo que incomodaba un poco al muchacho.
-No… Yo tuve la culpa en realidad, no me di cuenta por donde iba…
El dependiente se alisó su mandil.
-Parece que está desubicado. ¿Buscaba algún producto en especial?
Arturo sentía algo de temor hacia aquel sujeto, con aquella falsa mirada y su sonrisa que… Le recordó un sueño que tuvo alguna vez. Un monstruo, el sonido de las ramas que se rompían cuando aquello se movía a través de un lugar solitario. Y unos ojos cafés que lo miraban a lo lejos, invitándolo a caminar a la perdición.
-No-, dijo Arturo, aclarando su voz con una tosecita discreta. –Sólo andaba caminando y no vi por donde iba, disculpe…
El muchacho siguió caminando, sin siquiera mirar hacia atrás, como lo haría un colegial en su primer día de escuela, tratando de no mantener contacto visual con los chicos más grandes. El dependiente lo miró, y esta vez no sonreía. Sólo parecía algo confundido, y sin importarle demasiado lo que un cliente pensara, siguió acomodando las latas de atún en su lugar.
Después de una búsqueda algo cautelosa, Arturo encontró las aceitunas. Con todo en el carrito de las compras, se dirigió a la caja para pagar. Valía la pena gastar bastante para que una cena tuviese su propio toque personal.
Se van a morir con lo que prepararé, decía el muchacho en su mente, sonriendo de satisfacción ante la idea de las felicitaciones.
No tenía idea…

Ambos seguían caminando a través de aquel paraje, el cual ya no se veía tan abandonado después de todo. Los esqueletos de varios Vigilantes yacían de pie a su alrededor, como horrendos muñecos, mitad huesos secos, mitad ramas marchitas, que se pudrían al sol, con una sonrisa macabra que perduraba incluso después de la muerte.
-¿A dónde me llevas?-, dijo de repente John Wayne, sacando a Sinner’s Prayer de sus pensamientos. Ambos iban agarrados de la mano: eso los hacía sentir más cómodos.
-Es una sorpresa. Más bien, es como una prueba. Algo me decía que te encontraría aquí, en este lugar desolado, y que tenía que llevarte a donde vamos. Eso es todo…
John Wayne pensó un momento.
-¿Siempre dices lo que piensas al instante? Eso es bueno, pero…
-Te incomoda, lo sé. A dónde vamos, la gente ni siquiera piensa a veces. Son todos iguales, normales, cortados con la misma tijera. ¿Y sabes qué es lo mejor? Te van a considerar un dios, al verme contigo.
Sinner’s Prayer le apretó la mano a su compañero, y este no pudo más que sonrojarse. John Wayne estaba empezando a sentir algo por aquel muchachito que… No, eso no podía explicarse.
-Espera-, dijo el pelirrojo, quedándose parado. Sinner’s Prayer se detuvo, confundido.
-¿Qué pasa…?
John Wayne le hizo señas para que se callara. Su nariz olía algo. Su sentido del olfato era bastante bueno, tanto que podía oler el sudor de Sinner’s Prayer desde un poco más lejos, y aún así distinguir el olor de podredumbre de los Vigilantes muertos que se encontraban más apartados.
-¡Por allá!-, señaló el pelirrojo, y el muchacho de la gorra se sorprendió, aunque aún no sabía por qué.
Ambos corrieron hacia donde John Wayne había señalado, sin soltarse de la mano. Sinner’s Prayer tuvo que acomodarse la gorra de colores para que no se le cayera, y aún así, seguir corriendo al ritmo de su compañero.
-¡Qué diablos te pasa…!
Sin dejar de correr, jadeante, John Wayne le sonrió por un breve segundo, sin importarle que las ramas secas de un cadáver de Vigilante le rasguñaran la mejilla.
-¡Huele a…!

Vida.
La palabra que más le hacía a daño a Jacobo era esa. Anhelar siempre una vida normal era lo que quería, y aún así, no la tenía. Y eso no le preocupaba: lo “normal” nunca había sido su fuerte.
Estaba frente a la computadora, aquella noche después de dejarse llevar una vez más por la pasión y un deseo irresistible. Tenía que escribir. Una vocecita en su cabeza siempre le decía que “ese relato nunca iba a acabarse solo”. Sus dedos eran el medio ideal para continuar, para que las ideas se convirtieran en algo medio tangible.
La historia de sus últimos años, quizá. Acosado por su propia sexualidad y sus ganas de disfrutar. Y también de todos aquellos que habían pasado por encima de su cuerpo desnudo sin dedicarle palabras de amor. Ahí estaban plasmados ellos, con nombres y apellidos, carreras, deseos, y hasta direcciones. A cada uno iba a plasmarlo de la manera más fidedigna, con cada recuerdo, cada palabra…
Y luego lo iba a dar a conocer. Todo estaba planeado. Quería que el mundo supiera lo que esas personas le habían hecho sentir alguna vez, las decepciones y los miedos. A cada uno le iba a tocar su rebanada de pastel. Una invitación a cada quién, para que todos fueran testigos de algo que ni siquiera sabían de que se trataba. Sólo iban a estar presentes para el lanzamiento de un nuevo libro de Jacobo. Pero del tema nada se decía.
Todo estaba planeado…

(PARTE 2)
 
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