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domingo, 19 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 7.

Cuento 7: Doctor Psiquiatra (Gloria Trevi, 1989). https://www.youtube.com/watch?v=olyyMCVJKmo



El problema con Cecilia era que pensaba que su mundo era el de todos los demás. Y no.
Aún así, ella no dejaba de ser problemática. Su carácter era demasiado voluble, y siempre había destacado por dar alguna pésima y extraña actuación casi sin querer. Como vendedora de libros era buena. Como persona, tal vez no tanto. Había hecho varios berrinches para colocarse donde estaba, y seguramente, su jefe la subiría de puesto en cualquier momento. Para los demás vendedores de la tienda, sin embargo, era casi como ese peso extra que nadie quería cargar.
¿Qué pasó entonces con ella que merece toda nuestra atención? Bueno: desde aquí empezaron los problemas reales para todos los miembros de la tienda.
Cecilia era una muchacha algo inestable, sí, y aunque ella no lo aceptaba, y era posible que hiciera cualquier cosa para remediar un problema, su cabeza aún funcionaba bien para entenderlo todo. Ni siquiera todos esos pensamientos sexuales que tenía a menudo le nublaban del verdadero objetivo: ser más que los demás, incluso si tuviese que ganarse los privilegios con acciones extremas. Insultar, sembrar chismes, hacer berrinches. Su mente siempre le jugaba chueco, pero ella se adaptaba bien.
Los fines de semana, la tienda cierra más tarde. Ya es media noche cuando la reja se cierra y los únicos dos vendedores dejan sus puestos de trabajo. Los departamentos de Libros y Farmacia se reparten la tienda completa para atender a los últimos clientes. Y aún así, no hay mucha gente a la cual atender.
Aquella noche de sábado, el aburrimiento era total. Ni un cliente a la vista, y aún faltaba una hora más de trabajo. Cecilia casi se dormía recargada en un exhibidor de revistas, mientras que la tienda casi parecía uno de esos cuartos acolchonados, donde se esconde la locura más extrema, y se le guarda del mundo exterior. Los dos vigilantes que se quedaban en la noche platicaban a la distancia, usando sus micrófonos, pero sin hablar con ella. No le importaba: ni siquiera le caían bien.
Fue cuando un libro de uno de los estantes cayó pesadamente al suelo. Cecilia lo vio y se quedó pasmada un momento, pensando que tal vez uno de los clientes lo hubiese dejado más acomodado. Pero cuando cayó otro y otro y luego otro, ya no fue gracioso. No al principio.
-Vaya…-, dijo la muchacha, fascinada por lo que estaba pasando. De los libros siguieron las cajetillas de cigarros, luego las corbatas y las camisas, y luego las bolsas. Algo los estaba tirando, como dejando un camino de migajas para que Cecilia lo siguiera. No lo pensó más, y con su mente atribulada pero sorprendida, siguió el camino que aquello, fuese lo que fuese, le estaba dejando.
En su cabeza empezó a escuchar una voz, una pequeña niña que le hablaba desde el fondo de sus recuerdos, y a la cual jamás había soltado.
-¿Ya viste esas cosas? Vamos a ver hasta dónde nos llevan…
-Muy bien-, dijo la chica para sí misma, sin darse cuenta que hablaba sola. –Tal vez haya algo al final, como en el arcoíris.
-¡Sí! Oro, dulces, un duende, lo que sea. ¿Tú qué crees?
-Mmmm, no lo sé. Tal vez sea un grande y bien grueso…
La niña en su cabeza empezó a gritar y a toser.
-¡No hables de eso ahorita! Cállate y sigue caminando, ya casi llegamos…
Cecilia llegó hasta donde estaban los juguetes. Peluches y figuras, dinosaurios de plástico y autos de colección. Todo estaba tan solitario, que a pesar de la iluminación, se veían como espectros, formas sin vida que, a pesar de todo, guardaban un alma oscura en su interior.
En la cabeza de la muchacha empezó a escucharse estática, algo incómoda, seguida de un zumbido, extraño y lacerante. Después, la niña de adentro se quedó en silencio, aunque Cecilia la escuchaba respirar.
-¿Qué te pasa?-, dijo ella, llevándose un dedo a la boca, preocupada.
-No… Nada. Ven, ven aquí. Ven y abrázame.
En la tienda había una leyenda: las muñecas que vendían ahí, hermosas figuras de porcelana con bellísimos cabellos de oro o nogal y vestidos bonitos, cobraban vida en las noches. Muchos las habían visto moverse, pero todo se trataba de una leyenda. Sin embargo, la mente de Cecilia la fascinaba con el hecho de que la niña que siempre había vivido atrapada ahí, ahora estaba en el cuerpo de una de aquellas hermosas muñecas, de vestido verde y cabello negro, lacio y largo, con ojos extrañamente amarillos.
-Dame un abrazo, Ceci. Demuestra que me quieres y que jamás me vas a dejar ir.
Si alguien hubiese visto aquello, algún cliente u otro vendedor, hubiesen creído que al fin, Cecilia había llegado al límite de su propia locura. Tomó a la muñeca y la abrazó como si se tratase de una hija. Le acarició el cabello y le dio un beso en su fría frente de porcelana.
-Jamás te dejaré ir, mi querida niña. ¿Verdad que no te irás?
La muñeca movió la cabeza, miró a Cecilia, que estaba muerta de miedo y pálida hasta el extremo, y abrió la boca, de donde salió un olor espantoso, como de cloaca.
-¡Jamás!
Algo salió de la muñeca y se metió en el cuerpo de Cecilia, quién dejó caer el juguete, que se hizo pedazos contra el suelo. La muchacha empezó a retorcerse, tratando de luchar contra aquello que la había atrapado. Al final se dejó llevar, y en un grito desesperado y un aullido de locura, echó a correr…

David entró a la tienda media hora antes de cerrar. Se acercó hasta la farmacia. El chico que atendía ahí le miró, sentado en la silla donde se hacían las pruebas de los cosméticos.
El hombre se detuvo al ver al chico. Parecía asustado, y aunque eso le alegraba, también era preocupante.
-¿Dónde está?
El chico de la farmacia tardó en contestar.
-Ha tomado control de un cuerpo humano. No es igual de peligroso, pero puedo verlo mejor, sentirlo más que antes. Está cerca…
David miró a su alrededor, pero la tienda vacía no mostraba a nadie, ni a nada.
Fue cuando escucharon un grito de mujer, un berrido salvaje, seguido de forcejeos. Cecilia se había lanzado contra uno de los vigilantes, lo había tirado al suelo, y lo estaba arañando y mordiendo, como un animal.
David echó a correr hasta donde estaba la pelea, mientras el otro vigilante trataba de quitar de encima a la muchacha, para evitar algo peor que rasguños y mordidas. El hombre llegó jadeando e hizo algo que el otro vigilante hubiese evitado: golpeó a la muchacha en la cara, haciendo que su nariz se rompiera, y empezara a sangrar. Al menos eso hizo que retrocediera, y que le otro vigilante saliera casi arrastrándose. La muchacha vio al desconocido y se rió, con sangre saliéndole de la nariz y escurriendo saliva.
-¡Tú…!-, dijo con una voz inhumana, como la de un animal que aprendió palabras.
David no dijo nada. Se quedó ahí, inmóvil y asustado, mientras la chica se acercaba, a cuatro patas como un perro salvaje. Una voz se dejó escuchar en la cabeza del hombre, quién reaccionó casi al instante.
-Mátala…
Cecilia se puso de pie y arremetió de nuevo, esta vez contra David. Sin pensarlo dos veces, el hombre sacó de su chaqueta un cuchillo, grande y serrado, y lo atravesó en el vientre de la muchacha cuando esta ya estaba a treinta centímetros de su presa. Cecilia se detuvo, sintiendo el dolor y aullando más fuerte. David sacó el cuchillo, y lo encajó en la garganta de aquella muchacha, de donde brotó tanta sangre que el suelo se llenó casi al instante de un enorme charco de líquido rojo brillante. Los vigilantes se quedaron pasmados, pero al instante, sus cuerpos cayeron al suelo, como dormidos.
El chico de la farmacia se acercaba poco a poco, mirando el panorama. La chica yacía ya en el suelo, aún retorciéndose, con la garganta abierta y sangre aún brotando de su interior. David estaba de pie frente a ella, con el cuchillo en la mano, tan aferrado que la mano estaba blanca.
-Matar el cuerpo no detuvo al espíritu que se encerraba en ella. Sigue aquí, pero ya no puedo verle. Hicimos mal.
David escuchaba al chico de la farmacia sin verle, sin un gesto en su rostro que demostrase lo mucho que lo odiaba.
-¿Maté a esta loca para nada?
-No. Ahora ves lo que esa cosa puede hacer. Lo que está haciendo con todos los que trabajan aquí. Viste hace años lo que hizo contigo y con los demás que te siguieron para atraparlo. Cree lo que has visto hoy. Vete a casa, tengo mucho que limpiar.
David se fue alejando, y miró al chico de la farmacia ahí, de pie en la entrada de la tienda. No volteó a verle, pero siguió ahí, de pie entre dos cuerpos dormidos y uno muerto, y sangre manchando sus zapatos.
Mientras, el chico de la farmacia se limpiaba el sudor de la frente… por primera vez en cuarenta años.

martes, 14 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 6.

Cuento 6: Fashion (David Bowie, 1980). https://www.youtube.com/watch?v=aj3bkqhUQM0



Si hay que destacar un departamento de la tienda por una peculiaridad bastante explícita, es el de Perfumería. Junto al de Dulcería, es el otro departamento que llama más la atención por su aroma. Frutas, especias, aromas más duros y otros más ligeros. No hay clienta que no salga satisfecha jamás. Botellas grandes, delgadas, más pequeñas o bastante gruesas. Y todo esto acompañado de música: porque el departamento de Sonido, encargado de la musicalización de la tienda, tiene sus bocinas cerca de ahí. La gente disfruta de aromas deliciosos y música casi siembre vibrante.
La mujer responsable de Perfumería se llamaba Ximena, despampanante, exótica, casi siempre mostrando su arquetípica belleza ante todos los clientes. Perfumaba siempre el aire con una sola botella de fragancia, como para darle promoción a esa botella en especial. A Ximena la ayudaban dos mujeres más, una señora de nombre Silvia, muy amable y simpática, y otra más joven, una joven gordita y de buen corazón llamada Andrea. Ella había llegado prácticamente hacía pocos meses, y aunque aún no sabía mucho de todo, trataba de aprender bien sobre el arte de las fragancias. Ximena la orientaba, le indicaba qué notas y que aromas en especial tenía cada botella, y así, los clientes siempre se iban con la fragancia correcta.
Un día como cualquier otro, mientras caía una ligera lluvia fuera de la plaza, Andrea se encontraba sola, atendiendo el departamento lo mejor que podía, a pesar de que tenía algunos clientes. Trataba de ser rápida, de atender con prontitud. Cuando la última clienta se fue, contenta con su perfume, Andrea se recargó en uno de los mostradores, suspirando. Fue cuando vio que, junto a las bocinas de la música, y cerca del aparador donde estaba ella, había un muchacho. Casi de su edad, muy grande, de barba y cabello negro, vestido casi todo de negro. Iba un tanto empapado, pero eso no le impedía verse, según Andrea, bastante bien. En la playera negra se le marcaban los músculos rollizos de alguien que en su tiempo f¡ue gordo, pero que el ejercicio lo dejara más grueso de lo que había sido.
El muchacho, con sus gruesas botas de motociclista, se acercó a ella, sonriendo tímidamente. A pesar de su aspecto, Andrea pudo ver que era un muchacho apenas, alguien que teme relacionarse aunque sea un poco con la gente.
-Este… ¿podrías ayudarme con un perfume? Quiero regalarle algo a mi novia…
Qué lástima, pensó Andrea para sí, mientras en su pecho sentía esa sensación de cuando el corazón se te hace pequeño. No le dio importancia: de todas maneras, no hubiese pasado nada.
-Bueno, eso depende mucho. Casi siempre la forma de ser de una persona define la fragancia del perfume que usa. Una persona alegre usa un perfume más ligero y hasta provocativo, mientras una persona que tenga un carácter más fuerte, podría usar una fragancia penetrante, más agresiva. ¿Ella como es?
El muchacho sonrió, algo más confiado con Andrea.
-Bueno, ella es casi como tú. Así, alegre, como reservada. Es muy parecida a ti.
Andrea casi se sonrojó, pero no permitiría que él lo notara. Por favor, ni siquiera conocía su nombre.
-Bueno, entonces te recomiendo este… Es un aroma florar casi cítrico, muy volátil, se activa casi al salir de la botella y se queda impregnado bastante tiempo. El precio es algo elevado, porque es un perfume novedoso: basta con un ligero cambio de temperatura del cuerpo, para que cambie de notas aromáticas-, dijo Andrea, mostrando una botella muy larga, casi como el cuello de un cisne, llena de líquido que parecía estar hecho de agua transparente y algo aceitoso color ámbar.
El muchacho veía de repente la botella, y también de repente a Andrea, quién ni siquiera se fijaba en ello. Estaba solamente callada, esperando la respuesta del cliente. Pero el muchacho no dijo ni pío. Sostenía la botella entre sus gruesas y rasposas manos, pero prefería ver a la vendedora antes que dar la apariencia de querer comprar algo.
-¿Y si en vez de comprar este perfume tan caro te invito a comer cuando salgas? Digo, espero que no tengas inconvenientes…
Andrea se le quedó mirando al muchacho. No le contestó al instante. Sólo le miraba, como quien mira a alguien que hubiese dicho la peor grosería.
-¿Perdón?-, pudo articular al fin la muchacha, incrédula y casi pálida.
-Sí, es que…
-No, a ver. Creo que no entiendes. Tienes novia, ¿y me estás invitando a comer?
El muchacho notó el enojo de Andrea, quién le quitó de repente la botella de los dedos.
-Siendo franco, mi novia me aburre. Y te vi y bueno… ¿Quieres o no?
Andrea soltó una carcajada, poniendo la botella de perfume sobre el mostrador otra vez.
-A parte de cínico, exigente. Pues mira, te voy a decir una cosa: no me interesas. Tal vez me gustaste y todo, pero no hay que confundirnos, ¿está bien? Ahora, si no te importa, tengo cosas que hacer.
Era mentira: Andrea no tenía más pendientes, pero por quitarse a aquel muchacho de encima, podría fingir que limpiaba, o mejor, que cambiaba precios.
Aclarando: en la tienda, se usa un líquido muy potente conocido como heptano, para quitar las etiquetas de los productos sin maltratar los empaques y sin dejar pegamento. El líquido sale de la botella, y al instante se seca, dejando todo impecable, y la etiqueta en la basura. Su olor era como el alcohol, pero más dulzón y un poco más potente. Cada departamento tenía una botellita llena de aquel líquido. Andrea, afortunadamente, tenía la suya a la mano, y no en el cajón donde siempre la guardaban Ximena o Silvia. se acercó hasta el otro aparador, del lado contrario a donde había dejado al muchacho, mirando hacía los muebles llenos de artesanías y regalos frágiles.
Tomó la botellita de heptano, y la abrió. El olor del líquido salió inmediatamente, inundando su nariz y haciendo que su cabeza diera vueltas un momento, antes de acostumbrarse. Sin embargo, lo que sus ojos vieron después de oler aquello no eran colores ni formas borrosas. Era una sombra. El muchacho no se quería dar por vencido, y decidido a que Andrea le hiciera caso, la tomó de la muñeca, haciendo que casi tirara el líquido sobre el mostrador.
-¿Pero qué…? ¡Suéltame!-, chilló la chica, asustada y con la muñeca adolorida.
-Vamos, preciosa. Te voy a hacer ver las estrellas. Acepta que te gusté desde que me viste, no te hagas…
Ella trataba de soltarse, pero la manaza del muchacho era más fuerte, y le estaba haciendo daño. Con un último esfuerzo, Andrea se soltó de la mano fuerte de aquel tipo, y sin pensarlo, le arrojó el heptano en la cara.
El muchacho soltó un aterrador grito, una mezcla de quejido y aullido, que retumbó en la tienda entera. El hombre de seguridad que estaba más cerca, en la entrada a la tienda, corrió para ver lo que había pasado. Muchos clientes voltearon, pensando inmediatamente en un asalto. Nada de eso: Andrea vio como el muchacho se llevaba las manos hacía los ojos, los cuales habían recibido toda la carga del líquido. No así su boca, la cual había tragado algunas gotas de heptano, pero nada más. El muchacho se fue hacia atrás, tropezando con un exhibidor de regalos, y chocando al final contra una vitrina, rompiéndola con su enorme espalda. Quedó ahí en el suelo, rodeado de vidrios rotos y regalos tirados, con las manos en los ojos, aullando sin decir palabra.
Andrea ni siquiera se dio cuenta cuando la botellita de heptano se le cayó de la mano. Se llevó las manos a la boca, mientras Ximena corría desde el otro lado de la tienda para tranquilizarla. Los vigilantes de la plaza ayudaron al muchacho para cuando llegase la ambulancia, y lo que vieron todos los presentes los aterraría: sus ojos estaban grises, como si se hubiesen fundido por dentro. El heptano los había secado, marchitándolos.
La pobre muchacha renunció al día siguiente, y del acosador nada se supo. Aún así, ella no tenía la culpa: las grabaciones la ayudaban. Pero ella estaba asustada. El gerente de la tienda recordaba, una y otra vez, las palabras de Andrea cuando fue a dejar su renuncia:
-No sé por qué lo hice. Fue como si mi mano fuese impulsada por algo más. Yo no quería. Me hacía daño, pero no quería hacerle daño a él. Perdóneme…
Cuando todos vieron como Andrea se despedía de los compañeros de la tienda, con dolor y hasta lágrimas, el chico de la farmacia se metió al cuarto especial, donde guardaba secretos inconfesables. Sacó su celular, y llamó.
-¿Qué quieres?-, dijo la voz del otro lado del teléfono.
-Otra vez está pasando, David. Lo que temía desde hace años lo estoy confirmando ahora. Ven mañana en la noche: lo encontraremos entre los dos, y todo esto acabará al fin.
Después, colgó, dejando al hombre del otro lado de la bocina en silencio, atónito y temeroso.

domingo, 12 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 5.

Cuento 5: No Me Interesa (Brett, 2016). 



El chico de la farmacia vio como aquel hombre se acercaba. Parecía como de treinta años o un poco más, aunque su aspecto le delataba. Se veía mucho más cansado, arruinado. Era de esperarse.
El hombre se acercó al chico, quién no se movió de su lugar, poniendo otra vez sus manos sobre la vitrina. Las chicas se fueron a atender a los clientes que iban llegando.
-¿Qué te trae por aquí?-, dijo el chico de la farmacia, mirando a los ojos a su antiguo amigo David. Hace años que se conocían, pero algo había pasado para que ninguno de los dos volviese a dirigirle la palabra al otro.
-Sabes perfectamente para qué vine, asqueroso monstruo.
El chico dejó de sonreír. Esto iba en serio.
-Si es por el asunto que me trajo aquí hace años, bueno, no hay nada aún. Tú y yo sabemos que está aquí, en algún lugar, pero no es tan fácil encontrarle. Hay tantas almas alrededor de nosotros que todas se parecen. No hay una que sea peor que la otra: también todas son peores.
-¿Cuándo veré resultados?
-David, no te desesperes. No estoy aquí sólo porque si. Dime una cosa mejor: ¿cuántos de los tuyos quedan?
El hombre miró hacia otra parte. Levantó su mano y le mostró el dedo índice.
-Uno solamente.
El chico de la farmacia ni se inmutó.
-Uno. Qué conmovedor que seas el único. Todos fallaron en su intento, incluyendo a… Bueno, ya sabes quién.
Al oír esto, David se enfureció. No explotó, ni le soltó un golpe, pero frunció los labios, y se puso rojo.
-No quiero que menciones nada de eso.
El chico de la farmacia sonrió de nuevo, pero con el rostro apagado, sereno.
-Veinte años he tratado de hacer que veas la verdad. Que aceptes lo que sucedió con… ella. Déjame mostrarte, y que confíes en mi después de todo, en lo que estamos haciendo. Por favor…
El chico de la farmacia le ofreció la mano a su antiguo amigo, y David sólo se quedó quieto, esperando, pensando, más que furioso.
-No me toques, engendro. No voy a tener paciencia. Teníamos un trato y vas a cumplirlo…
David se dio la vuelta, enojado y sin fijarse siquiera en la gente. El chico de la farmacia reaccionó y tocó la oreja y la parte derecha de la cabeza del hombre. Al instante, pasó algo que hizo que David se parara en seco…

La imagen en su cabeza era de hacía ya veinte años, un poco más, un poco menos. Era aquella misma tienda hace ya muchos años, unos cuantos meses después de su inauguración. Ahí trabajaba una mujer a la cual conocía bien. Se llamaba María, una muchacha que trabajaba en el departamento de libros, con su hermoso cabello castaño, sus ojos verdes y una hermosa piel clara. Ahí la conoció, mientras ella acomodaba libros de poesía de un tal Philemore. David, a su corta edad, le miró, audaz, encantador, con una sonrisa que era capaz de derretir a cualquiera.
Después de mucho verse y de platicar, de libros y de cosas raras, de comunicación y de cosas locas, empezaron a salir. Él le daba toda su atención y ella le correspondía con muchos cariños. Así un día, en el estacionamiento, en una noche de diciembre, se hicieron novios.
Las salidas se convirtieron en excursiones, y hasta en días juntos. Vacaciones, libros compartidos, música, fotos. Hasta que un día, por más y por menos, por algo que ninguno de los dos supo ubicar bien, el amor se acabó. Era como una vela. Primero ves maravillado como se enciende, y luego como brilla y a todo le llega su luz. Pero al final se va apagando, derritiendo y arruina tu hermoso y delicioso pastel. Así les pasó, y ni siquiera ellos pudieron saber lo que pasaba.
La última vez que estuvieron juntos fue en el restaurante de la tienda, tomando un café, y tratando de arreglar lo que hasta ese momento ya no se podía arreglar. Ella estaba llorosa, un tanto nerviosa y triste. Él se puso serio, incómodo. Nadie dijo nada por un rato.
-¿Qué vamos a hacer?-, dijo María, tratando de no sonar tan nerviosa, con las manos entre sus piernas, escondiendo su debilidad. David la miró como despectivo.
-No sé. Esto no está funcionando. Sabes bien que voy a empezar a trabajar con mi equipo y es algo serio. No tendré tiempo para ti, y no quiero dejarte así. Quiero que seas libre, que busques a alguien mejor, que no te cele ni te diga nada malo. ¿Es mucho pedir?
Sin previo aviso, ella se levantó. María le miró a los ojos, casi despechada, casi enojada, pero aún tierna, con esa mirada que decía lo mucho que lo amaba.
-Ya no importa nada…
David quiso levantarse, pero ella fue más rápida. Salió caminando del restaurante, limpiándose las lágrimas con el dorso de su mano, sin que nadie notara a dónde iba. Fue cuando David reaccionó. Se levantó y la siguió, pero ella iba muy adelantada. O demasiado, porque al volver a la tienda, ya no la vio.
Sin embargo, María conocía bien todo ahí. Se había escondido detrás del mostrador de los dulces, donde nadie pudiese verla, y cuando vio que David entraba de nuevo al restaurante, se metió al baño. Pero accidentalmente dio la vuelta a la derecha, en su intento por entrar rápido sin que él pudiese alcanzar a verle, y se metió al de hombres. Afortunadamente no había nadie. Caminó hasta el fondo y se metió en el último casillero, a llorar mientras la puerta estaba cerrada. Trató de ser silenciosa por si alguien entraba y le veía, pero nadie se acercó.
Lo que había pasado después fue demasiado raro. Ella traía las navajas escondidas en la bolsita de su chamarra, y ahí mismo las sacó. Se armó de valor, entre lágrimas y sollozos, para cortar sus muñecas, desde la mano hasta el medio brazo, verticalmente. Ni el dolor la detuvo, para hacerla otra vez, antes de que la otra mano perdiera fuerza. La sangre corrió por sus rodillas, por sus piernas, y manchó poco a poco el suelo…
Cuando la encontraron, David fue el primero en tocarla. El señor de la limpieza simplemente abrió la puerta y ahí estaba, sentada, con los ojos cerrados, pálida del rostro, y roja de las manos. Se acercó a ella, llorando, con los ojos llenos de lágrimas brillantes, que se escurrían de sus párpados hacia las mejillas. La abrazó, sin importarle mancharse de sangre, sin importarle que ella estuviese fría. Ahí se quedó con ella, sollozando fuerte, antes de que alguien más lo pudiese quitar de ahí…

Al momento, los recuerdos de David se perdieron, y se dio cuenta que aún estaba en la farmacia, y que ya habían pasado veinte años de todo aquello que en su cabeza retumbaba. Era un horrible recuerdo, una visión de algo que él nunca había alcanzado a ver así.
El chico de la farmacia estaba aún detrás de él. Se dio la vuelta y lo encaró. Pero no hizo nada más que verlo fijamente, con rabia y lágrimas en sus ojos viejos y apagados.
-¿Qué tiene que ver que ella hiciese eso con todo lo que estamos buscando aquí?-, dijo el hombre, con furia en la voz.
El chico de la farmacia no se inmutó. Solo abrió la boca para hablar.
-Lo que hay aquí de alguna manera la obligó a hacerlo. La maldad y el odio que contiene este lugar fueron suficientes para que la orillaran a hacer algo tan horrible. Estaba triste y sabía que lo suyo había acabado. Pero, de alguna manera, no habría llegado tan lejos. Si crees en lo que digo, sigamos buscando. Acabemos con esto y estarás completamente feliz…
-¿Cumplirás con lo prometido? ¿Traerla de regreso?
Los dos se quedaron en silencio un rato más.
-Sí. Sólo sé más paciente. O los dos acabaremos muertos.
David se marchó por donde vino, haciendo que un par de chicos se apartaran antes de que él los tirara. El chico de la farmacia ni siquiera lo siguió. Caminó directo hacía los baños.
Entró al último, donde residía ella. No había nadie: él podía hacer que nadie entrara por un largo rato.
-Querida mía. Él vino y no entró a verte otra vez. Te lo suplico: ya no te tortures más. Has matado a muchos y hasta ahora no has conseguido al que más te importa. Volveré pronto. Te tengo una buena noticia.
El chico de la farmacia sólo escuchó un gorjeo que venía desde el inodoro, y salió del cubículo. Su rostro cambió: del niño burlón, pasó al muchacho triste.
¿Por qué me vuelvo a sentir así…?

viernes, 10 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 4.

Cuento 4: A Day in the Life (The Beatles, 1967). https://www.youtube.com/watch?v=usNsCeOV4GM



¿Quién pudiese contar mejor mi historia que yo? Lamentablemente es algo aburrido y demasiado pesado como para contarlo en tan poco tiempo. Cortaría las mejores partes. Si lo hago completo, seguro morirían de estupor.
Así que prefiero contarles uno de mis días. Uno de mis tantos días en la tienda, ese lugar mágico donde pasan cosas extrañas, cosas estupendas y que me mantienen atento, a la espera de poder aprovechar…
Mi nombre es Julián. Tengo casi los treinta, y trabajo en el departamento de sonido. Vendo televisiones, películas, discos, aparatos modernos que simplifican muchas de las necesidades de las personas. Y sin embargo, me aburro.
Todos los días, a excepción de mi descanso, me levanto casi temprano. Hago la cama, me meto a bañar, salgo a vestirme. Todo normal. El desayuno consiste en algo frito siempre: tocino, carne, chilaquiles. Y el jugo especial: una mezcla de muchas cosas, que al final se ve de un tono muy fuerte, un tono rojo impactante. Después de limpiar la cocina, termino de vestirme y salgo a tiempo para la tienda: me queda como a tres minutos caminando.
Desde la calle se ve la impresionante estructura del lugar: una enorme torre donde reside el hospital. Y otra zona, un enorme edificio casi cuadrado, gigantesco, de tres pisos, donde sólo hay tiendas. La de nosotros está hasta el fondo, justo en el extremo, en el primer piso de las tiendas. Es como si fuese el sótano, el cajón olvidado de un mueble.
Todos nos registramos en la entrada, en el segundo nivel del estacionamiento, tras una cortina café de metal. Nos cambiamos en la zona de lockers, y ya uniformados, hay que subir a la tienda, a vender, a aguantar a los clientes, a enojarnos, y a sonreír poco a poco. Lo peor es limpiar: los ojos arden, las manos se resecan, los brazos se cansan, estornudas. Pero lo que más disfruto que los clientes vengan a ti: preguntan, se fascinan con el avance tecnológico tan maravilloso de nuestros tiempos… Otros clientes sólo quieren joder: piden descuentos que no existen, se quejan de los precios altos, te piden que les iguales precios que vieron en otras tiendas. O peor: descomponen sus aparatos, y creen que somos tontos, y que se los vamos a cambiar por algo nuevo. La gente es así, no hay remedio.
Terminando mi turno, después de que la tienda se vacía un poco de gente, me gusta andar por ahí, ver lo que otros departamentos tienen. Relojería, dulces que huelen delicioso, tabacos, pasteles, libros… Un mundo de posibilidades. Sólo en la farmacia parece que toda la magia de la tienda se detiene: es como si ahí hubiese algo raro, algo demasiado oscuro. El chico que está ahí siempre me ve, suspicaz, silencioso y como si tramara algo terrible. Es lo único que evito: su trato.
Después de mi turno, a entregar el dinero, a volver a quitarse el uniforme, y ser revisado por si no llevas nada. Curioso: el chico de la farmacia parece siempre salir primero o después que yo, porque jamás lo he visto salir. No importa. Salgo de la tienda, y de nuevo hay que regresar caminando a casa. Siempre de noche: pero no me da miedo. Porque al parecer, el mundo es a mí a quien teme.
¿Por qué digo esto? Me gusta buscar a la gente, enamorarlos, encantarlos, y luego llevarlos a casa. Es una cualidad, una expresión de mi personalidad. La gente jamás se resiste. Y no es que yo sea guapo: soy grande, camino pesado, tengo el cabello claro, y acné. Creo que es la voz, o la forma de hablar, o los temas. Lo mejor es cuando llegamos a casa. Se ponen cómodos, comen algo de botana, miran la televisión o escuchan la música que pongo. Y cuando no ven, por detrás, me gusta golpearlos. Ver sus cabezas rebotar contra el bate de beisbol es algo agradable, el sonido más impresionante. Nunca los mato: eso viene después mucho después.
En un cuarto tengo mucha gente, mucha viva, otra muerta. El paso del tiempo es inevitable, y no puedo deshacerme de ellos. Trato de esconder bien el olor, y bueno, soy cuidadoso en todo lo que hago. Que no griten, que no se suelten. Y que me den su sangre.
Recuerdan el jugo especial, ¿verdad? Bueno, es una mezcla de muchas cosas. Mis frutas favoritas, vitaminas, minerales, fibra, y sangre. Bastante sangre. La idea no me vino de los vampiros, ni de una película de terror. Eso es de niños. Una vez me acerqué tanto a la farmacia, que ni el chico que atiende ahí se dio cuenta de que ese olor impregnaba el ambiente, que había algo ahí escondido, en cada cajita de pastillas, cada solución, cada botella de agua. El olor de la sangre. Era lo que estaba buscando: un poco de vida extra.
Después de que una de mis victimas es drenada, me retiro a dormir. Limpiar bien la ropa que uso para el trabajo pesado, bañarme otra vez, quitar la impureza de aquel olor de la muerte y la putrefacción. Y después a acostarme: me pongo los audífonos, y la música de mi celular suena, vibra dentro de mi cabeza. Por muy al fondo escucho una voz, mi propia voz pero más oscura, más vieja, diciendo mi nombre.
Julián, Julián…

-¿Julián?
Una voz lo sacó de su ensimismamiento. El muchacho que atendía el departamento de Sonido saltó de la impresión, y miró a quién le había hablado. Era otro hombre, alguien de edad madura, ya con algunas canas en sus sienes, y la mirada más severa que jamás hubiese visto en alguien.
-Perdone caballero, ¿puedo ayudarlo en algo?-, dijo Julián, tratando de sonar calmado.
El hombre dejó de ver el gafete del muchacho: así había sabido su nombre. Ya no le asustaba la idea de que fuese alguien de la policía. Era un cliente más.
-¿Sabes si está el muchacho de la farmacia atendiendo hoy?-, dijo el señor. Julián se asomó por encima de su hombro, mirando a la izquierda, hasta el fondo. Junto a las tres chicas del departamento, estaba el muchacho, con aquella bata que parecía siempre limpia.
-Sí, ahí está. ¿Sabe que es lo más curioso? Que parece que diario viene, como si no descansara. La verdad es que no le pongo mucha atención: no le hablo. ¿Verdad que eso es lo que parece?
El hombre asintió.
-Ni que lo digas. Gracias-, dijo con amabilidad, dejando al muchacho de nuevo solo con sus pensamientos.

miércoles, 8 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 3.

 Cuento 3: Goodbye Yellow Brick Road (Elton John, 1973). https://www.youtube.com/watch?v=DDOL7iY8kfo



La noche caía rápidamente sobre toda la ciudad, y la plaza donde se encontraba la tienda ya estaba cerrando sus puertas. Unos cuantos curiosos aún caminaban mirando las cosas en los aparadores, pero nadie se quedaba mucho, y menos a comprar. Los vendedores tenían que ser rápidos: limpiar y acomodar, hacer el conteo final de sus valores y salir temprano, antes de que el transporte escaseara más.
Sin embargo, en otra parte de la plaza, algo iba mal. Ernesto había salido rápido de la tienda, asustado y pálido por lo que había visto, que no se había dado cuenta de la hora que era. La gente no parecía ponerle mucha atención, pero si alguien lo hubiese visto, en su estado y con esa cara de asustado, bien pudiesen haber creído que era un fantasma.
El muchacho bajó las escaleras eléctricas, buscando su auto, pero el miedo no le dejaba recordar dónde lo había dejado. El primer nivel del estacionamiento estaba bastante iluminado, y a pesar de que estaba corriendo entre las filas de coches, ninguno era el suyo. Tuvo que bajar otras escaleras para el siguiente nivel del estacionamiento, pero fue la misma situación: no había nada.
Se paró un momento para recordar dónde había dejado su auto, cuando las luces del estacionamiento empezaron a parpadear. Estaba claro que ahí no había tanta luz, pero a pesar de eso, se veía bastante claro. Ahora, con el titilar de las lámparas, la visión era peor, y cada vez se hacía más borrosa. Ernesto tuvo que pegarse a una de las columnas que sostenían la estructura, para tratar de calmar más los nervios. Pero no podía, era imposible no pensar en lo que había pasado con aquella mujer y las muchachas. Y el chico de la farmacia, que parecía burlarse de él…
Cerca de las escaleras eléctricas, en el borde del estacionamiento, podían verse los cimientos del edificio, con vigas de acero, y concreto, paredes firmes de donde escurría el agua de fuera cuando llovía: toda una obra de ingeniería para evitar las inundaciones. Ernesto escuchaba el agua, primero como chorros, luego gota a gota, y el eco que hacía al resonar contra el fondo de aquel pozo de concreto. Algo gutural parecía sonar hacía el fondo, algo que se arrastró poco a poco desde abajo, reptando por las paredes. Era como una criatura, una enorme serpiente o un lagarto que podía subir la pared. Sin luz y sin forma de verle, Ernesto sólo podía escuchar:
-Ven a mí… Quiero devorar tu carne. ¡Ven a mí…!-, decía la voz rasposa, casi apagada y silbante de aquello. El muchacho no se iba a quedar más tiempo ahí. No iba a asegurarse de que había algo en el fondo, que anhelaba salir, y matarlo.
Trató de caminar unos metros hacía el estacionamiento, alejándose del borde de aquel agujero, y para su sorpresa, la luz empezó a iluminar un poco más el ambiente. Volteó para ver si aquella cosa lo iba siguiendo, pero no había nada, solo la enorme pared de concreto viejo y mohoso, que se extendía hacía abajo al menos unos veinte metros más. Pero no había monstruo ni lagarto. Secándose el sudor de la frente con la manga, suspiró. Dio un paso hacia atrás, y sintió algo pegajoso al pisar.
Era pintura. De color amarillo muy brillante. No como el amarillo que se ponía para delimitar las banquetas en una calle: este se podía ver más, como si brillara. Ernesto levantó su pie. Su tenis no estaba sucio, y aquella sustancia no parecía más que haber adoptado la forma de su suela, con sus líneas y figuras geométricas. A pesar de la luz del estacionamiento, Ernesto no lo dudó: aquella cosa brillaba en serio, y parecía hacerlo de forma intermitente, como si de un camino se tratara. Un camino que lo llevaba hacía algún lugar.
No parecía haber nada más. Ernesto seguía el camino de manera casi hipnótica, con los ojos reflejando una luz amarilla que parecía verdosa. No escuchaba nada más. Sólo podía ver aquel camino amarillo, como el enorme camino que llevaba a Ciudad Esmeralda en El Mago de Oz. Después de andar un tramo en el estacionamiento casi vacío, el camino se acabó, y la pintura que brillaba se agotó como en un manchón sobre el suelo. Ahí ya no brillaba: sólo parecía una enorme mancha de mostaza desperdiciada. Con la mente ya despejada, Ernesto levantó la mirada, para ver hasta donde lo había llevado el camino.
Era una simple cortina de metal de color café, con un anuncio impreso en papel y forrado en plástico: BIENVENIDO. PARA ENTRAR, TOQUE LA CORTINA. GRACIAS. Había un interfon a un costado de la cortina, pero parecía no funcionar. La pequeña puerta que estaba en medio se hallaba cerrada. Al lado de aquella estructura, rugían los generadores de electricidad de la plaza. Olía a basura y a humedad.
-¿Hola?-, exclamó Ernesto, esperando que con eso le abrieran la puerta de la cortina. Nada. Ni un simple ruido de pasos.
Tocó la puerta con los nudillos, pero igual nadie parecía escucharle. Volteó para ver el camino de pintura amarilla, pero sólo parecía haber una mancha en forma de serpiente sobre todo el asfalto, algo que olía a muerto…
Escuchó que la cortina se abría, y Ernesto se dio la vuelta. Fue el peor error de su vida. La cortina ni siquiera estaba abierta: algo estaba encima de ella, rasguñando y sosteniéndose de su superficie. Era una enorme criatura con forma de reptil, con solo dos patas delante, y una enorme cola como de serpiente por detrás. Parecía que su piel se movía, o al menos que el color y los patrones de sus escamas cambiaban conforme se colocaba en un lugar o en otro. Ernesto se quedó viendo un momento a la criatura, que había colocado sus muertos ojos blancos en él, o al menos eso creía. Con un siseo, aquella cosa saltó hacía el suelo, justo después de que el muchacho echase a correr.
Sin mirar atrás, Ernesto supo que la criatura lo perseguía, a pesar de solo tener dos patas. Al llegar hasta el primer auto que vio, saltó por encima del cofre y se escondió tras la puerta del piloto. No se escuchaba nada, ni garras, ni rugidos, ni nada. Tal vez aquello ya se había ido. Tal vez se escondía, o se camuflaba con el entorno. No quiso averiguarlo. Se quedó ahí, pegado en el metal del coche, sudando y jadeando.
Sin embargo, sintió que algo lo arrastraba. No a él, sino al coche. El auto se movía solo o algo lo estaba jalando. Ernesto se levantó, sin pensar que eso lo delataba. Algo viscoso se cerró alrededor de su pierna derecha, e hizo que cayera. Su rostro se estampó contra el pavimento, y varias piedras pequeñas se le incrustaron en las mejillas, haciendo que sangrara. Los lentes se le rompieron y quedaron ahí, abandonados, mientras la enorme lengua viscosa y tentacular de la criatura lo jalaba de regreso hacía la cortina café.
Ernesto se despertó un momento de su inconsciencia, para darse cuenta que estaba siendo jalado hacía las fauces de aquel ser, quien ya subía por la pared en reversa. Trató de agarrarse de una de las columnas del estacionamiento, y aunque lo logró al principio, sus fuerzas se iban acabando. Sus brazos no aguantaron, y sus dedos se lastimaban con el esfuerzo de salir de ahí. La criatura jalaba más y más, y con un fuerte tirón, hizo que el muchacho cayera de nuevo al suelo, y lo arrastró hacía la pared.
Ernesto gritaba, mientras un agujero se abría en el concreto del edificio. Por ahí desapareció la criatura, y luego él, gritando y tratando de agarrarse de lo que fuese. Sin embargo, la pared se cerró, ahogando los gritos desde el otro lado.
Nadie, ni siquiera Ernesto, vio que la puerta de la cortina café estaba abierta. Había un hombre muy alto desde el otro lado, delgado y con rostro huraño. Y alguien más junto a él: un muchacho de cabello relamido, ojos burlones y bata blanca. El chico de la farmacia se asomó del otro lado de la puerta abierta, y miró alrededor del estacionamiento. Solo había un coche mal colocado en su lugar, y manchas amarillas en el suelo. Y claro, unos lentes rotos, que nadie extrañaría.
-Gracias. No podíamos dejar que nos descubriera. Por ahora, estamos a salvo. Cierra la puerta por favor. Allá afuera me da miedo-, dijo el chico de la farmacia, poniendo una mano sobre el hombro de aquel enorme hombre. Este no dijo nada. Empujó la puerta de la cortina, cerrándola con un estrepitoso ruido.

lunes, 6 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 2.

Cuento 2: Hawaii-Bombay (Mecano, 1984). https://www.youtube.com/watch?v=5WXnPV2Mze4



Pasaron tres días, y como Arturo no aparecía, Ernesto tuvo que volver a la tienda a buscarlo. La familia de su amigo había puesto sobre aviso a las autoridades de la desaparición del muchacho, después de los tres días legales en los que una persona era considerada desaparecida.
Sin embargo, algo hizo que Ernesto no se la creyera. Su amigo no pudo simplemente haber salido de la tienda y luego desaparecer así como así. Si era cierto, aquel lugar tenía influencias demasiado negativas, algo que hacía que pasaran las cosas más terribles. Se armó de valor, y decidió ir el viernes por la noche, cuando ya casi no hubiese gente.
Todo estaba en su lugar, a excepción de los peculiares adornos de temporada: la tienda parecía una playa interior, con varias palmeras de cartón adornando los diferentes departamentos, pelotas de playa en las estanterías y muchas ofertas para el verano. Ernesto entró discretamente por el lado derecho, directo hacía la farmacia. Buen lugar para una pesquisa: ahí casi nunca había gente.
Efectivamente, el departamento estaba vacío. También contaba con los adornos usuales del tema de playa, pero no había mucha gente. Al menos una pareja de ancianos comprando medicamento, atendidos por una chica menuda, de cabello rubio. Del otro lado del mostrador estaban otras dos muchachas, una de cabello negro corto y la otra morena, de tacones altos, platicando casi en secreto. El muchacho se dio cuenta de algo muy peculiar: en aquel lugar sólo había un chico atendiendo, pero estaba muy alejado de sus compañeras, recargado en la pared, con las manos pegadas a la superficie lisa.
La pareja de ancianos se dio la vuelta con su medicamento entre las manos, y Ernesto notó que la caja de pastillas casi chorreaba un líquido rojo.
-Eh, disculpe, su caja está rota o algo así…
La pareja notó que el muchacho les había dirigido la palabra, y miraron la caja con cuidado. No tenía nada. Ernesto se extrañó.
-Creo que viste mal, querido muchacho-, le dijo el anciano a Ernesto, mientras la viejita se reía, pero no burlándose, sino más bien de cariño.
Después de que la pareja salió, Ernesto se encaminó hacia la farmacia. La chica que había atendido a los ancianos ya se había ido, reuniéndose con sus amigas para platicar y sonreír. Solo quedaba el muchacho detrás del mostrador, aún recargado en la pared. Miraba a Ernesto con una seriedad muy vacua, como analizándolo, y sonriendo. Siempre sonriendo.
-¿Puedo ayudarte en algo?
Ernesto se estremeció con la voz de aquel muchacho. Era como una voz lenta, demasiado baja, aguda a veces, como de serpiente.
-Yo… Quería saber si habían visto a este muchacho. Es mi amigo y desapareció hace tres días, al salir de la tienda.
Ernesto sacó su celular del bolsillo y le mostró la foto de Arturo. El chico de la farmacia se acercó un poco por encima del mostrador, mirando la foto. Frunció un poco el ceño.
-No. Lo dudo.
-Algo le pasó, y fue aquí, en su tienda. ¿En serio no lo viste?-, repitió Ernesto, enojado y con las orejas rojas.
De repente, una mujer apareció por detrás de él. Iba bastante elegante, con una bolsa cara y un celular aún más caro en su mano derecha.
-¿Tendrás bloqueador solar? Voy a ir a la playa en unos días y necesito uno que sea bastante efectivo-, dijo la mujer al chico de la farmacia. Este sonrió aún más, mirando a la mujer primero, y a Ernesto después.
-Por supuesto. Chicas, ¿podrían ayudarme por favor?
La chica que iba vestida completamente de blanco, de cabello corto, se acercó a la mujer, y la encaminó cortésmente hasta un módulo, donde había varios productos de belleza. Hizo que la mujer se sentara en la silla que ahí tenía, y sin aviso, la chica le estrelló la cabeza a la mujer contra la pared, mientras las otras dos amigas sostenían a la mujer para que no saliera corriendo. La muchacha de blanco se acercó a la mujer, a quién le escurría sangre por la parte de atrás de la cabeza, y…
Ernesto se quedó pasmado, porque la escena había cambiado. La mujer estaba como si nada, dejando que la chica de blanco le pusiera productos para la piel en el rostro. Las otras dos amigas platicaban cerca, mientras esperaban a que los clientes se acercaran. El muchacho se vio rodeado de gente que veía las cosas en los estantes y platicaban animadamente. Nadie podía ver nada, porque no pasaba nada.
El chico de la farmacia estaba agarrado del mostrador, mirando fijamente a Ernesto con sus ojos marrones. Sostenía el borde del mueble de los medicamentos con tal fuerza que se le ponían rojos.
-¿Qué pasa aquí?-, dijo Ernesto, acomodándose las gafas en la nariz, y sudando, nervioso y asustado. El corazón parecía querer salirle por el pecho, y explotar.
-No pasa nada. Ahora ve y busca a tu amigo en otra parte. Tenemos trabajo que hacer…
Ernesto empezó a caminar hacia atrás, mientras la gente le esquivaba. Cuando estaba a punto de tropezar con uno de los muebles, el chico de la farmacia le gritó:
-¡Que tenga buena noche, caballero!
Mientras Ernesto salía corriendo de ahí, el chico de la farmacia dejó de aferrarse tan fuerte al mueble de los medicamentos, sólo dejando sus manos ahí. Las chicas ya habían acabado: el cuerpo de la mujer yacía seco en la silla, como una momia con las mejillas hundidas y sin ojos.
-Terminamos.
El chico de la farmacia estaba tranquilo. Las miró y asintió.
-Está bien. En un momento regreso. Tengo otras cosas pendientes que hacer…
El chico salió caminando pesadamente de la farmacia, tocando los muebles como si de rejas se tratasen, mientras las chicas se llevaban a la mujer hacía el cuarto especial de la farmacia. Y nadie había visto nada.
Nadie, excepto…

sábado, 4 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 1.

Dos amigos se sentaron a tomar café en la mesita del restaurante. Uno llevaba lentes. El otro, solamente una gorra. La mesera les sirvió el líquido negro en las tacitas, y les llevó unas galletitas de cortesía. Los amigos tomaron sorbos pequeños, y comieron cada quien dos galletas. Luego se miraron, divertidos. Uno de ellos, el de la gorra, se puso serio, mirando hacia la mesa.
-¿Qué te pasa?-, dijo el muchacho de los lentes, tomando más café.
Su amigo lo miró de reojo, como si su objetivo se cumpliera: llamar su atención.
-¿Sabías que esta tienda y el restaurante están embrujados?
El chico de los lentes soltó una risita tonta.
-No manches. Creo que el café tenía algo, ya no me lo voy a tomar…
-No, es en serio. Pasan cosas raras en este lugar. Ha desaparecido gente. Y no se diga de las muertes…
El chico de los lentes sonrió, y luego puso su taza en la mesa, derramando el líquido, como la mancha de sangre de un herido.
-¿Quieres saber lo que pasa aquí…?

NUESTROS NUEVOS MIEDOS: LA TIENDA.
Por Luis Zaldivar

            Cuento 1: Bloody Mary (Lady Gaga, 2011). https://www.youtube.com/watch?v=VFwmKL5OL-Q


           
            -No te creo. Digo. Es imposible que pasen cosas extrañas en un lugar tan grande y que siempre está lleno de gente. Alguien lo notaría, ¿no?
El chico de los lentes, que se llamaba Ernesto, le asintió a su amigo el de la gorra, de nombre Arturo.
-Sí, sí. Pero digamos que la gente no quiere o no puede ver las cosas que pasan. Como si algo aquí lo controlara todo y…
Arturo soltó una carcajada, esta vez dejando salir de su boca moronas de la galleta que se estaba comiendo.
-No me chingues. Es obvio que si algo pasa, se sabe. Me acuerdo que aquí una vez un niño casi se saca el cerebro cuando una repisa se le cayó en la cabeza.
-Pues sí, llegan a pasar cosas, pero sólo en apariencia pasan pocas cosas para la gente. Así se acostumbran a los incidentes ocasionales, sin ver lo peor de este lugar. ¿Tan difícil es creer eso, güey?
Arturo solo veía a su amigo con sorna. Y Ernesto no se molestaba: sólo quería que su amigo le creyera.
-Ok, muy bien. Digamos que es verdad. ¿Qué historia es la peor de todas?
Ernesto se quedó pensativo, entrelazando sus dedos encima de la mesa.
-En el baño de caballeros hay algo, que se supone atrae a la gente y después los asesina. Al parecer era una empleada de la tienda que, acosada por el recuerdo de su antiguo amor, se suicidó ahí.
-Ajá…
-Si la llamas por su nombre, se aparecerá y hará lo suyo. A cualquier hora, a quién sea. Sólo tiene que ser exactamente donde murió: en el baño de discapacitados.
-¿Y cómo se llamaba?
Después de una pausa dramática, Ernesto contestó:
-María.
Arturo volvió a reírse.
-Es como esa leyenda de Bloody Mary, que si dices su nombre tres veces en un espejo se te aparece. De verdad eres bueno inventando cosas…
-No lo inventé, cabrón. Si quieres ir y averiguarlo, por mi no hay problema.
Arturo, decidido por el desafío de su amigo, se levantó y salió del restaurante. Atravesó el departamento de los dulces y juguetes, y al fondo, encontró la entrada a los baños. A la izquierda el de mujeres, y del lado contrario el de hombres.
Dentro, además de mingitorios e inodoros, sólo había tres cosas: luz baja, música de elevador, y un señor a traje que apenas se lavaba las manos, listo para salir. Arturo se asomó en los cubículos para ver si estaban ocupados, pero no había nadie más ahí. Se acercó entonces al de los minusválidos, que estaba hasta el fondo, frente a los mingitorios. Era más grande, con un espacio especial reservado para las sillas de ruedas y unos pasamanos para facilitar su uso. Sin temor, Arturo entró, y cerró la puerta tras él.
De repente, sintió una vibración y el sonido de su celular lo asustó tanto que casi resbala. Sacó el aparato y vio el mensaje de Ernesto: TE ASUSTÉ, ¿VERDAD? NO TE VAYAS A CAGAR CUANDO LA VEAS…
-Imbécil.
Volvió a meter el aparato en su bolsillo, se bajó los pantalones, y se sentó en el inodoro. Escuchaba la música de ambiente, y miraba al suelo, sintiendo la porcelana fría en sus posaderas.
-¿Estás ahí?
Su voz retumbó como un eco sin ganas, pero nada pasó. Sólo se escuchó el goteo de una de las llaves para lavarse las manos, pero nada más que mereciera de su atención.
Arturo, aburrido, empezó a tamborilear con sus dedos sobre la caja donde guardaban el papel higiénico. Silbó un poco al ritmo de la música, y al fin, se decidió.
-María, ¿estás ahí…?
Otra vez nada.
-Pendejo mentiroso-, le dijo a su amigo, mientras se levantaba y se volvía a subir los pantalones. Sin embargo, un sonido captó su atención.
Desde el inodoro, se escuchaba un gorjeo, como si algo salpicase dentro del agua. Arturo se dio la vuelta poco a poco, mirando hacia abajo. En el agujero donde todo caía, el agua parecía dar saltos, como si hirviese. Luego, su color se tornó turbio, como el del lodo, y algo entre las manchas cafés y negras se asomó. Era un rostro, un rostro de finas facciones, que se retorcía, parecía quejarse en silencio. Arturo, aún con los pantalones a medio camino, se pegó a la puerta del baño, buscando el seguro para salir. El rostro salía más y más del inodoro, ya casi en la base, chorreando agua negra en el suelo del baño, como si se tratara de sangre. Olía a caño y a carne podrida.
Arturo, en su desesperación y con las manos temblorosas, encontró el seguro y lo quitó. La puerta se abrió de repente, y cayó de bruces. Quería levantarse rápido, pero los pantalones no lo dejaron, y con el agua chorreando, se resbaló de nuevo. Esta vez sintió el tirón de unas manos, como si algo lo jalara de regreso al cubículo. Trató desesperadamente de agarrarse de lo que fuera, pero no había de dónde. Volteó a ver: una figura de mujer salía del inodoro hasta la cintura, cubierta de sangre y de heces. La miró al rostro, mientras la figura abría los ojos: eran rojos, inyectados en sangre, llorando lágrimas del mismo color carmesí. Aquella cosa gritó al mismo tiempo que Arturo soltaba un alarido, mientras la gorra, que se le había caído, se manchaba de aquello que salía de abajo…

Ernesto esperó a su amigo media hora ahí sentado, y tuvo que pagar por los dos cafés antes de salir al baño a buscar a Arturo. Entró al baño, pero ahí no había nadie. Se asomó en el cubículo de los minusválidos, pero estaba vacío: limpio, sin usar. Mientras sacaba su teléfono para marcarle a su compañero, salió del baño, esperando verle en alguna parte de la tienda. No vio la mano negra que se había quedado marcada en la pared de aquel baño…
 
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