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martes, 21 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 8.

Cuento 8: Stairway to Heaven (Led Zeppelin, 1971). https://www.youtube.com/watch?v=qHFxncb1gRY



Se escuchan muchas historias en la tienda, en especial la que tiene que ver con las escaleras al entrar. Después de registrarse, los empleados van subiendo una escalera de al menos seis tramos, con trece escalones cada tramo. Es casi la eternidad. Se dice que entre más prisa lleves, las escaleras más lento te dejarán subir. Y obviamente, más cansado te sentirás.
Pero eso nunca le pasaba a Israel, el muchacho que hacía la limpieza en la tienda, siempre con su uniforme café, subía y bajaba aquellas escaleras al menos unas tres o cuatro veces al día, cuando no tenía que usar el montacargas para subir mercancía abundante o pesada. Era muy amable con los vendedores: a todos hacía reír, y se proponía casi siempre para salir por la comida, cuando nadie quería comer lo que hacían para los empleados en el comedor. Siempre iba por ahí con su enorme trapeador, y también con enormes bolsas color verde para ir recogiendo la basura.
Aquel día especial en que la lluvia caía muy fuerte, Israel se dedicó a limpiar bien el piso de la tienda con un mechudo húmedo, antes de salir de su turno e irse a casa con su esposa y sus pequeñas niñas. Habiendo dejado todo en orden, se despidió de algunos buenos amigos, y dejó el mechudo en el cuarto de la limpieza, en el pasillo de empleados. Bajó, quitándose el uniforme poco a poco, cuidando cada paso que daba en las escaleras. Los escalones eran firmes y estaban recubiertos de antiderrapante, pero aún así podían ser engañosos. Los empleados a veces tiraban basura ahí, y eso podía ocasionar accidentes.
Al llegar abajo, justo antes de que el encargado de la puerta le revisara antes de salir, se acordó de algo.
-¿Qué pasa, Isra?-, dijo el de seguridad, un hombre de lentes muy amable llamado Juan.
-Ah no, es que se me olvidó cobrar dinero que me deben. Ahorita vengo mejor.
Israel volvió a las escaleras, sin soltar la camisa y empezó a subir de nuevo, escalón por escalón. Le dolía el costado por tratar de apresurarse, y eso que apenas llevaba la mitad del camino. Miró una y otra vez hacía arriba, viendo la misma pared blanca con algunas manchas de suciedad, y el letrero verde que indicaba SALIDA DE EMERGENCIA, con una flecha apuntando directamente hacia la tienda.
Una vez y otra vez la misma pared apareció ante sus ojos, y el mismo letrero le indicaba su destino. Y pasaron tres o cuatro, tal vez diez paredes iguales, e Israel no llegaba. Se quedó de pie a medio escalón, antes de volver a dar otra vuelta. Algo estaba pasando.
Usualmente, cuando los empleados llegaban casi al final, se escuchaban voces, utensilios de cocina y pasos. Pero todo estaba tan solitario y silencioso, que lo único que podía escucharse era la lluvia, cayendo sobre el techo. Se asomó a la vuelta de las escaleras, pero otro tramo le saludaba desde ahí, sólido, sin cambios, sin gente.
-¿Qué rayos está pasando?
Siguió subiendo, esta vez más y más lento, pero lleno de miedo. Sus puños se cerraron y su cabeza le daba vueltas. Era como estar en algo que no acababa, como si hubiese estado escribiendo lo mismo una y otra vez. Y esa palabra resonaba en su cabeza cada vez más fuerte.
-Sube, sube, ¡sube! ¡SUBE!
Las manchas en la pared se intensificaron. Soltó la playera y la dejó ahí, a medio camino de aquellos interminables escalones. Israel empezó a subir cada vez más rápido, sudando y jadeando, con los ojos enloquecidos. Una mano oscura, una huella larga de hollín, se marcaba en la pared cada vez que daba la vuelta, y una risa espectral se burlaba de él a través de las paredes. Siguió subiendo, tramo a tramo, escalón a escalón, y ni siquiera se dio cuenta cuando se quitó los zapatos. Ahora iba descalzo, adolorido, y asustado.
-Pronto llegarás, pronto llegarás, pronto…-, decía la voz en las paredes, e Israel le creía. Ya se sentía aire frío, y el sonido de la lluvia era cada vez más intenso.
De repente, después de los últimos dos tramos, la escalera acababa en una puerta gris, un cubículo que daba hacía el exterior. Abrió la puerta jalando el pomo, y ahí estaba: era la azotea de la tienda, la parte más alta del lugar. Desde ahí podía verse la ciudad y la enorme torre médica, el lugar donde descansaba el hospital, a unos metros de él. Más abajo, se escuchaban los coches pasando a toda velocidad por la avenida, y sin importarle, se dejó llevar por su miedo, saliendo al techo, mojándose con la intensa lluvia.
Estaba a salvo de aquel lugar, de los escalones que jamás acababan, y de la voz siniestra que lo llevaba hasta ahí. Tenía que bajar. Pero no iba a regresar por las escaleras. Buscó alguna otra salida, pero la azotea era totalmente plana, a excepción de los tanques de agua y otras cosas ahí empotradas. Se acercó a la orilla, y se quitó el cabello mojado de los ojos para ver mejor. En la orilla de la enorme pared de la plaza no había forma de bajar. Y estaba a más de veinte metros del suelo.
Una risa oscura resonó detrás de él. Israel ni siquiera se movió: se quedó ahí, petrificado, a la orilla del edificio. Poco a poco, se dio la vuelta. Tenía que ver quién le estaba siguiendo.
No había nadie. Un rayo partió el cielo en dos, e iluminó su cara de azul, antes de que el trueno le hiciese sentir escalofríos. No había más que la puerta de entrada a las escaleras. De repente, sintió que algo lo empujaba, algo invisible que estaba frente a él, y que le respiraba directamente en el rostro. Perdió el equilibrio, y trató de hacerse para adelante, caer en la azotea, pero su cuerpo se fue para atrás. Gritando con todas sus fuerzas, Israel vio como el cielo cada vez quedaba más lejos, y sentía el suelo más cerca de su espalda. Era mentira eso de que te quedas inconsciente antes de llegar al suelo: él lo sintió todo.
El cuerpo del muchacho rebotó primero contra un auto, haciendo que se estrellara el cristal, y la lluvia entrara por las grietas. Después, cayó al asfalto, lleno de sangre, con la mitad de los huesos rotos y sangre que se mezclaba con la lluvia y la basura de la ciudad. Todos los autos se detuvieron, e incluso el dueño del auto impactado había salido a ver si podía ayudar.
Nada se pudo hacer: Israel estaba muerto. Cinco minutos después, todos en la tienda se enterarían. El gerente en persona salió a ver lo que había pasado, y la policía ayudó en todo. Y desde la orilla de la azotea, algo miraba, algo invisible, algo que se reía, y que estaba a punto de dar el siguiente paso…

3 comentarios:

Claudine Esait dijo...

Pobre Israel, pero bastante interesante la historia.

Luis Zaldivar dijo...

Se va a poner mas y mas cruda conforme pase el tiempo. Es la necesidad de la muerte y el vehiculo del miedo.

Luis Zaldivar dijo...

Se va a poner mas y mas cruda conforme pase el tiempo. Es la necesidad de la muerte y el vehiculo del miedo.

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