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sábado, 25 de junio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. #CuentoX

Cuento 10: Paradise (Coldplay, 2011). https://www.youtube.com/watch?v=J6ZWlDks0nQ



Un reloj es la parte esencial de nuestro nuevo relato. Un reloj y su vendedor.
Miguel se defendía bien en el departamento de Relojes y Fotografía. Sin embargo, lo que pasó aquella tarde lo dejó completamente absorto, y totalmente creyente. Y es que, sobre el mostrador, encontró un nuevo reloj, una mercancía nunca antes vista: era un enorme reloj de bolsillo, con cadena de oro, y manecillas que, si él no estaba loco, parecían girar al revés. ¿Pero cómo?
El artilugio ni siquiera tenía precio. No había ninguna marca sobre él, ni algún grabado. Era simplemente un viejo reloj de oro, que andaba mal. Miguel lo tomó entre sus manos, y lo miró a conciencia. Todo estaba mal en el aparato, desde el sentido de las manecillas, hasta el peso. Si era un reloj voluminoso, debía estar pesado. Pero era muy ligero, casi como cargar entre los dedos muchas hojas de papel.
Sobre el aparato, en medio de la cadena que lo sostenía, Miguel encontró un botón. No era la perilla para ajustar la cuerda: era un botón, y era de plástico rojo, tan rojo como la sangre. El muchacho lo tocó con la yema de su dedo, despacio, sintiendo la textura suave del plástico en comparación con la fría y lisa del metal. Algo había en el botón que le hacía querer apretarlo, la tentación de saber qué iba a pasar en cuanto lo…

Sintió que algo lo jalaba hacía dentro del aparato, y se vio envuelto en un túnel de luz amarilla. Ni siquiera se había dado cuenta que había apretado el botón, hasta que el dedo empezó a dolerle y a ponerse rojo. Miguel viajaba en un túnel, algo que se sentía como caer, y a la vez nadar a una velocidad vertiginosa. Quiso mover las manos, aferrarse de algo, de la pared amarilla que lo rodeaba, pero no encontraba nada. Era como si, a la vez, lo que estaba a su alrededor se moviese y no él.
Después de un instante, Miguel se detuvo, y quedó de pie de nuevo tras el mostrador. Sólo que ya no era el mostrador de siempre: estaba sucio, oxidado, lleno de mugre y hojas secas, con el vidrio roto y relojes dentro, muertos, secos, rasguñados.
Miró a su alrededor: era la tienda, sí, pero ya no era la misma. Parecía una especie de selva que hace mucho que se hubiese secado, con ramas y hojas marchitas, y algunos insectos moviéndose por ahí, trepando a las paredes sucias y negras. La reja que cerraba la tienda por la noche estaba a la mitad, como roída. Caminó hacia fuera, mirando hacía los otros departamentos. Pero todo estaba igual: abandonado, sucio y muerto.
Un sonido como entre risa y gorjeo hizo que Miguel se diera la vuelta. Detrás de una pantalla rota, de aquellas grandes, había alguien. Era un niño, o una persona, alguien que estaba escondido detrás del aparato, y que parecía tener miedo. Miguel se acercó a él, pero la criatura estaba asustada, y sólo enseñaba los dientes por entre la penumbra, sin salir. No iba desnudo: su ropa estaba hecha jirones, llena de mugre y tierra.
-¿Lo asustaste?-, dijo una voz detrás de Miguel. El muchacho saltó y miró hacia atrás. Era el chico de la farmacia, mirándole a él, y luego a la criatura, que salió poco a poco de su escondite, para ir a reunirse con otros humanos como él, que ya salían de entre las estanterías y tras las vitrinas.
-¿Qué es todo esto?-, dijo Miguel, asustado, con los ojos bien abiertos. Los humanos que salían de ahí buscaban entre la basura, tras los muebles, algo que comer: algún insecto grande, una rata: lo que fuera estaba bien.
-Te traje aquí, con la esperanza de que me ayudes. A ti, y a todos los demás. Esta es la tienda, la misma de siempre, pero has viajado veinte años en el futuro. Así nos vemos, y así vivimos.
Miguel miró a las criaturas que comían insectos, corriendo en dos o hasta en cuatro patas, comportándose como animales.
-¿Qué son ellos?
-Humanos. Ven…
El chico de la farmacia caminaba directamente hasta el restaurante, donde todas las mesas y sillas de madera se pudrían, y donde crecían más plantas que en ningún otro lugar. El chico le señaló a Miguel la ventana panorámica del restaurante, invitándolo a ver. Lo que había allá afuera no era comparado a lo que el vendedor había visto dentro.
La ciudad ya no existía. Los pocos edificios que quedaban eran una ruina, pedazos de columnas y demás cayéndose con el paso de los años. No había plantas, y sólo quedaban los troncos secos de un lugar que alguna vez fue llamado “Tu casa entre los árboles”. El mundo se estaba muriendo. Quedaban algunas aves, y el cielo era una especie de combinación, entre gris, amarillo y rojizo. Un cielo enfermo. En la calle, había cientos de coches, atorados en el tráfico del pasado, oxidándose, plagados de ratas y perros famélicos. A lo lejos, se levantaba el humo, como si de una fogata se tratara.
En uno de los edificios de enfrente quedaba una pantalla, un antiguo artefacto que en realidad servía para publicidad. Se encendió, con algo de estática y pedazos muertos. En la imagen apareció el rostro conocido del chico de la farmacia, algo abatido, pálido, con más ojeras.
-Su mundo agoniza. Sírvanse en venir a la tienda. Encuentren refugio con nosotros, y vivirán…
El mensaje se repetía así, muchas veces, hasta el cansancio, con algunos fallos en el sonido y en la imagen.
-Quise traer a la gente aquí. Salvarlos de su miseria. La gente venía, y aun así, tenían que morir. Tenía que alimentar a la Tierra, hacerla habitable de nuevo con su sangre y su sacrificio. No pude…
Miguel escuchaba atento, alejado cada vez más de la ventana del restaurante. Afuera, se escuchaban explosiones, y gritos muy lejanos, como si alguien quisiese acercarse a ellos, alguien peligroso.
El chico de la farmacia volvió a caminar de regreso hacia el abandono y la miseria. Un ser humano viejo yacía muerto en el suelo, con las costillas abiertas, con carne y despojos secos colgando de los huesos, siendo devorado por un niño pequeño.
-El Mal los hizo salvajes. Son descendientes de la gente que buscó ayuda después de que te fuiste con ese reloj que traes en el bolsillo. Sus padres murieron, los maté para derramar su sangre en el mundo. Y no sirvió de nada.
El chico de la farmacia tomó al niño de una de las piernas, y sin piedad, le arrancó la cabeza, tan fácil como lo era hacerlo con un insecto. El crujido hizo que Miguel se estremeciera, retrocediera y soltara un grito, al ver la cabeza del niño rodando en el suelo, y su cuerpo, aún caliente, retorciéndose entre las manos de aquel ser. La sangre corría por el suelo, y de donde caía salían pequeños brotes.
-¡Eres un asesino…!-, gritó el muchacho, dejándose caer entre hojas muertas y tierra mohosa. El chico de la farmacia sólo pudo ver, mientras arrojaba el cuerpo descabezado del niño hacia la jauría de humanos que ya buscaban carne para devorar.
-No tiene caso. No hay futuro aquí. Escúchame, Miguel. Te traje aquí. Gasté mis últimas fuerzas para que me ayudes, y ayudes al mundo. Ellos ya vienen, y van a destruirnos. Somos la última sangre que queda en esta Tierra, y si se derrama en vano, todo terminará, incluso para ellos, allá afuera…
Una explosión cimbró el edificio y soltó grava y pedazos de metal por todas partes. Un agujero de fuego se tragó todo el restaurante, y la parte de la tienda que se hundía en el vacío hacia la calle dejaba lo demás como un decadente balcón. Los pocos humanos que quedaban corrieron para esconderse en la farmacia, mientras el chico y Miguel miraban hacia el exterior. A través del humo se distinguía la calle, y abajo, había tanques y soldados. Cuando todo se hizo más visible, Miguel alcanzó a ver a la figura que iba al frente de aquel pelotón de hombres y mujeres cansados y sucios: era un general, un hombre de cuerpo robusto y pelo canoso, con el rostro lleno de cicatrices y arrugas.
-¿Quién es él?-, preguntó Miguel, asomándose en el borde del edificio, con las manos llenas de polvo y un corte en la mejilla.
-Se llama David. Se convirtió en una especie de líder ante la amenaza. Libraría del mal a este mundo y…
-¿El Mal? Sólo hablas de eso, pero no me dices bien nada. ¿Quién hizo todo esto?
El chico de la farmacia palideció, tosiendo.
-Fui yo. Yo soy el Mal…
Abajo, se escuchó la voz del General David a través de un megáfono:
-Ríndete, escoria. Tu presencia causó esto. La gente muere, y vamos a salvar al mundo de tu infección. Hace años te dije que te mataría. Lo voy a cumplir.
La voz retumbó en las paredes. El chico de la farmacia gritó, como si tuviese un megáfono invisible.
-¡No hagas nada! Si nos matas, estaremos perdidos. No saben cómo entregar una vida, ustedes no entienden…
-¡FUEGO!-, gritó David a toda respuesta. Los cañones volvieron a atacar, pero ninguno hacía mucho daño. Una fuerza los detenía, pero no a todos. Algunos se desintegraban a medio camino, y otros más le daban al edificio, sin dañarlo mucho.
Miguel corrió hacia el fondo del edificio, como un animal asustado, pisando cajas de medicamento y productos ya muy viejos. El chico de la farmacia se quedó al borde de las explosiones, protegiendo el lugar. De su bolsillo sacó algo y se lo arrojó a Miguel, quién, asustado, lo tomó. Era una bolsa de tela, que en su interior tenía un celular. Un antiguo smartphone.
-Graba lo que te voy a decir, y apaga la cámara cuando termines. Tu mensaje llegará a la persona correcta…
Miguel encendió el aparato, que aún tenía bastante pila para lo que el chico le había dicho, y encendió la cámara.
Debajo, en la calle, David miraba. El chico de la farmacia decía cosas, y el otro muchacho, el cual se le hacía familiar, miraba hacía la cámara de un celular, mientras grababa. Estaba mandando un mensaje a alguien, pero no escuchaba por las explosiones. No importaba: nadie recibiría nada.
Sacó su radio, y apretó el botón.
-Ejecuten la bomba H. Que nos lleve la chingada a todos, pero que se mueran esos bastardos.
Luego, dejó caer el radio al suelo, y miró al cielo, buscando. El avión pasó lento, desde el horizonte rojizo, acercándose más y más a la tienda, para soltar el arma definitiva. David hizo que las bombas dejaran de caer. Luego volvió a hablar.
-Si yo me muero, tú te mueres también, bastardo asqueroso. ¡Llegó el fin!
El chico de la farmacia se dio cuenta demasiado tarde: el avión se acercaba, y estaba a punto de soltar la bomba. Su poder ya no alcanzaba para eso.
Miró a Miguel, y le sonrió.
-Saca el reloj. Hiciste bien en mandar el mensaje. David no sabe que ellos y nosotros somos los últimos humanos en la Tierra. Todo se acabó. Ahora aprieta el botón, y regresa… A otro tiempo. Verás algo que jamás le he dicho a nadie. Algo de lo que me avergüenzo. No dejes que este mundo muera. ¡Vete…!
Miguel soltó el celular, y sacando el reloj del bolsillo, apretó el botón.
Aún viajando en el túnel amarillo, vio como la bomba explotaba, acabando para siempre con toda la humanidad.
Y viajó, de regreso al pasado. Cerró los ojos, con la incertidumbre de no saber dónde pararía...

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