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sábado, 21 de febrero de 2015

Gregomulcia: Cuento 1, Capítulo 6 (+18)



1.6

Javier sacó del estante un libro de fisiología. Era una de las materias más complicadas de la carrera, pero aún así disfrutaba leyendo un poco más de lo que ya sabía. Se sentó en la misma mesa de siempre, y aunque las letras del texto le decían algo, su mente divagaba en ella: Sara le había pedido ayuda. Parecía estar en serios problemas, y aún así, no confiaba en nadie más que en él. Jamás nadie se había fijado en él, y Sara al fin había llegado a su vida. Al fin, estaba en dónde él quería…
La puerta de la biblioteca se abrió de repente, y Sara entró tropezando con una de las sillas. Javier la vio a través de sus gafas, y notó que estaba pálida, pero entera. Algo le había pasado. Se levantó y se acercó hasta ella, tomándola de las manos.
-¿Sucede algo?-, dijo el muchacho, casi en un susurro. Ella asintió, aunque no podía hablar. Se tranquilizó un poco, y respiró antes de retomar la conversación.
-Me habló al celular, tiene a Irina. Se llevó a mi amiga…
Sara rompió a llorar, abrazándose al enorme cuerpo de Javier, mientras él trataba de tranquilizarla, acariciándole el cabello.
-¿Qué más te dijo?
Sara hablaba entre sollozos, pero se le entendía perfecto.
-Está en la catedral del centro, la que está en remodelación. Quiere que vaya por ella, sola.
Javier apartó a Sara de su cálido abrazo, y la miró como si fuera un bicho raro.
-No, estás loca. No voy a dejar que vayas, y menos si vas sola. Ese maldito es capaz de hacer cualquier cosa contigo. Vamos, te acompaño. Si en verdad está ahí, trataremos de rescatar a Irina y llamar a la policía. No estás sola…
Javier la agarró de la mano derecha, y sin importarle que hubiera dejado el libro sobre la mesa, salieron juntos de la biblioteca.
Si tan sólo Sara hubiese volteado hacía atrás, se hubiese dado cuenta de un detalle que no iba bien con todo aquello.

Isaac los miraba, escondido detrás de una de las estanterías. Desde la noche pasada, se había dedicado a vigilar de cerca a Sara, porque su comportamiento se había vuelto impredecible. Estaba enojada con él por alguna razón, y aunque se imaginaba el por qué, no estaba del todo seguro.
Luego, había escuchado todo lo que le decía al gigantón. La catedral en reparación, su amiga secuestrada, el asesino. Una sonrisa se dibujó en su rostro perfecto, y sintió como los músculos del cuerpo se le tensaban de la emoción. Vamos campeón, le decía su mente. Si le ayudas y salvas a su amiga del despiadado homicida, ella te hará caso, y dejará a ese idiota gigante.
Es tuya.
Asintió para sí mismo. Ya tenía sus propios planes en mente.

Javier y Sara viajaban en metro, en un vagón prácticamente sólo para ellos. Ella estaba sentada a su lado, y él ocupaba mucho más espacio que el del asiento donde se encontraba. Aún iban agarrados de la mano, pero ella estaba recostada sobre su hombro.
-A veces vengo aquí, cuando hay más gente. Y dejo que me manoseen. No te molesta, ¿o sí?
Javier le miró con el ceño fruncido, pero sonriendo. Sara era sincera con él, como nadie más en su vida.
-¿Por qué lo haces?
-Para saber que sigo viva, y que sigo existiendo para alguien.
Javier recargó levemente su cabeza en la de ella, y le dio un beso en la frente.
-Ahora me importas a mí, y quiero que estés viva. Te prometo que vamos a acabar con ese maldito antes que le haga daño a alguien más.
Ella asintió levemente, y cerró los ojos. Estaba cansada, pero necesitaba concentrarse. Lo que vendría era mucho peor.

Llegaron quince minutos después, y no caminaron demasiado, ya que la estación salía directamente en la avenida dónde se encontraba la Catedral. Era un edificio viejo, con enormes puntas de aguja en cada uno de los extremos y varias estatuas de ángeles en la entrada. Un único y pequeño vitral circular de colores apagados les daban la bienvenida desde lo alto.
En la puerta principal, se leía el cartel: “Cerrado Por Remodelación”. Pero, a pesar del mensaje, la puerta estaba levemente entornada. Dentro, la luz de algo como una llama o una linterna bailaba entre las paredes y alumbrando muy levemente el vitral.
-Entraré yo primero…
-No, no vas a ir sola. Eso es lo que quiere. Iré detrás de ti. Trata de llamar su atención y déjame bien abierta la puerta. Entraré sin que me vea.
Sara asintió, y le regaló un beso apasionado a Javier en los labios. Este le sonrió, acariciándole la mejilla suavemente. Después, ella se dio la vuelta para entrar. La puerta crujió un poco, pero se abrió limpiamente. Ella dejó bien abierto, lo suficiente para que Javier entrara agachado, sin hacer mucho ruido.

Desde el otro lado de la calle, Isaac los veía, escondido en su auto. Había llegado antes, y vio cuando los dos salían de la estación del metro, y hablaban afuera de la puerta de la catedral. Después de que Sara desapareciera en la oscuridad del viejo edificio, salió de su deportivo, sin hacer mucho ruido. Corriendo hasta la puerta lateral de la Catedral, Isaac trataba de pensar en su siguiente paso.
Suerte, campeón.

La Catedral era un hermoso recinto por dentro, adornado con hermosos frescos en el techo y estatuas de santos alrededor de altares de madera tallada. Sin embargo, le faltaba mucho: el piso estaba derruido, esperando a que le colocaran encima varias piezas d azulejo, las cuales estaba apiladas en cajas contra la pared, al igual que las bancas. Sólo había algo en el centro: varias velas, tal vez cientos de ellas, dispuestas en círculos mal hechos, rodeando una silla. Y en la silla, sentada de espaldas hacía ellos y maniatada, estaba Irina.
Estaba tan bien amarrada que no se movía. Sara trató de hablar, pero no le salían las palabras. Sus ojos se acostumbraban a la oscuridad y a la trémula luz de las velas.
-Irina… Soy yo…
El susurro de Sara parecía hacer eco en el ambiente vacío de la catedral. Su amiga, al escuchar su voz, sólo pudo hablar, sin moverse.
-Sara, no puedo moverme. No veo, me cubrió los ojos. Sara, tengo miedo…
Sin titubear, y segura de que Javier estaba cerca de ella, pero oculto entre las columnas del edificio, Sara caminó hacía su amiga. Justo antes de llegar al primer círculo de velas, aquella figura encapuchada, con la misma máscara roja inexpresiva salió de entre las sombras de una de las capillas laterales. Se colocó con paso firme frente a Sara, separado sólo de ella por tres o cuatro metros. Sara se detuvo de repente, sintiendo cómo casi se resbalaba con el polvo que había en el suelo.
-Bienvenida a la noche final, Sara-, dijo el asesino con aquella fría voz metálica. Levantando una mano enguantada, el asesino le puso directo a Sara el cañón de un revólver en el pecho. Ella ni siquiera pudo reaccionar rápido.
-¡NO!-, gritó Javier de repente, saliendo de entre las sombras e interponiéndose entre el asesino y su víctima. El disparo retumbó entre las paredes viejas y húmedas de la catedral.
Javier cayó de espaldas, agarrándose directamente en el pecho, del cual ya salía la sangre a borbotones. Sus dedos, aunque grandes y gruesos, no podían impedir la hemorragia. Sara se arrodilló ante él, empujando con sus dos manos la herida, pero tampoco podía hacer nada. Javier estaba pálido, y a pesar de eso, le sonrió, entre quejidos de dolor.
-Te dije que no vinieras sola…
Sara no sabía qué decir. Miró a los ojos a Javier, y luego al asesino, con lágrimas en los ojos.
-¿Qué quieres de mí?-, dijo Sara con rabia y un nudo en la garganta.
-Vamos, Sara. Sabes lo que quiero de ti, ¿o acaso no eres inteligente?
No podía creerlo. Ni siquiera cuando el asesino se desprendió de la capucha y de la máscara, arrojándola hacía donde ella estaba. Sara estaba estupefacta, y a la vez, temerosa.
No puede ser.

Levantando de nuevo la mano con el revólver a punto de disparar, Irina le sonreía entre la luz de las velas.

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